Hace poco, consultando en internet determinado asunto, me topé con una web en la que alguien resumía en escasas cuartillas la historia de determinado movimiento artístico. Aquello era un cúmulo de despropósitos. Guiado por la generosidad podía haber pensado que nuestro incógnito enciclopedista se estaba tomando a guasa su cometido, y adrede hacía una pantomima de desorientada erudición. La verdad es que, aunque me gustaría pensar que ello era así, me temo que no. Qué desvergüenza la del erudito aquel. Realmente no sabía de lo que estaba hablando.
Esta cuestión, hablar de algo sin tener pajolera idea, la he comentado con varios amigos en alguna ocasión. De siempre me ha dado un tremendo respeto eso de ponerme a hablar sobre cualquier cosa que no fuesen las estupideces, o los dos o tres asuntillos que a uno le podían más o menos sonar. Pero desde que empecé con el diarioprueba he sido testigo de un preocupante cambio. Hace unos meses jamás me habría creído tan desvergonzado como para ponerme a escribir sobre libros, escritores o algún que otro asunto sobre el que largo ahora sin piedad, como si supiese de lo que hablo. En mi descargo he de indicar que, con independencia de varias cuestiones subjetivas e intimantes que han tenido cabida hasta ahora en el experimento éste, y que quedarían al margen, con respeto a los demás contenidos del diarioprueba, por lo menos intento dar cierto criterio a lo escrito, no hacerlo por llenar folios. Que lo consiga, ya es otra cosa. Sinceramente creo que no. Que mi propósito sea bueno y que intente reflejar de manera amena, sin cinismos ni poses para la galería, mis gustos, opiniones y obsesiones varias, aunque creo que como método resulta válido e interesante, no evita, sin embargo, que el resultado final deje tanto que desear.
Pero de perdidos al río… y es que ahora me voy a poner a largar sobre cosas que, sin contrastar dato alguno, ni consultar fuentes, y desconociéndolo casi todo sobre ellas se me da por pensar, caprichosamente, que son como a mi me gustaría que fuesen. Esto es como si, tras oír unos cuantos Cds, decimos que el mayor exponente del Heavy Ochentero es Pimpinela. Y nos quedamos tan tranquilos. Por cierto, lo de la web de que os hablo arriba, esa que me impulsa a seguir la calamitosa senda de la desvergüenza virtual, era algo comparable con este penoso comentario. Increíble.
Desconozco si existe algún movimiento literario denominado “abstracto” o “literatura abstracta”. Si no lo hay, lo acabo de proponer. Si lo hay, lo voy a redefinir, sin importarme, y desconociendo, su actual acepción. Requisito previo para pasarse de listo quince pueblos, como estoy haciendo ahora, es no haberse topado jamás con tal definición (nunca lo he hecho), ni haberse puesto, antes de escribir esta entrega, a consultar en libros, enciclopedias o internet (tampoco lo he hecho).
Cumplidas esas básicas premisas, haciendo caso de determinadas lecturas y alguna que otra infundada idea que me ronda la cabeza, pero, sobre todo, dejándome llevar por el marcado y acentuado favoritismo que siento por ciertos personajes, os voy a trazar un recomendabilísimo itinerario por la “abstracción escrita”, como podréis observar, barriendo descaradamente para casa. Aunque parezca una contradicción, que lo será, o no, porque no lo sé, os voy a hablar de las palabras que no quieren decir nada. Como si leyéramos un idioma desconocido, en el que no reconocemos ni los signos. Hay ciertos escritores, hermanados como por casualidad por un idioma común, que tienen esa asombrosa capacidad de abstracción literaria. Ellos más que ninguno otro. Única, rara e indefinible. Hölderlin y Celan. Sin llegar a esas alturas de vértigo, pero tocado también por la varita mágica, Georg Trakl. Los tres son capaces de hacernos olvidar que las palabras están llenas de significados y contenido, y deslumbrarnos con su capacidad para, abstrayéndose de cualquier referencia a sujetos, objetos o realidades de cualquier índole, ya sea física o espiritual, deslumbrarnos con algo más, distinto, armonioso, indefinible pero fácilmente perceptible.
Y realmente no me parece casual que los tres escribieran en alemán. Aunque siempre hay un poco, o un mucho, de injusticia en este tipo de generalizaciones, podemos a veces identificar determinados rasgos como propios o característicos de ciertos colectivos, naciones, idiomas, etc. A cualquiera se le ocurren recurrentes adjetivos si nos preguntan por Francia, por el inglés, o por si nosotros subimos o bajamos. Podemos a grandes rasgos distinguir entre una tendencia de puertas afuera, superficial (dicho esto en el buen sentido de la palabra), alegre, estética, extrovertida, en contraposición a esa otra tendencia de puertas adentro, introvertida, obsesiva. La una, simplificando, la podríamos identificar con el mediterráneo y la otra con el norte de Europa. Eso de las largas noches bajo cero, la falta de luz, el estar metido en casa tiritando, dándole a la materia gris y a la ginebra, no puede ser sano. Fruto de esas obsesiones propias del germánico norte, los resultados obtenidos a veces son geniales, pensemos en la música, otras son penosos, ejemplos sobran, y otras son las dos cosas a la vez, según a quien se le pregunte, pero en cualquier caso, resultados exagerados, sesudos y densos. Pensemos, por ejemplo, en toda la metafísica y filosofía alemana. Estos tíos no conocen ni las medias tintas ni el diletantismo, ni la siesta ni la dolce farniente. Qué faena.
En esta tesitura, en lo que a literatura se refiere, tengo más que comprobado que la tan marcada tendencia que en Alemania y el alemán se dio a profundizar, analizar, escarbar y desmenuzar cualquier asunto, ha dado como resultado todo lo contrario. En el extremo de lo concreto y analítico, de tanto que se obsesionaron con ello, pasándose de rosca, se toparon con la abstracción pura y dura, sin referente en lo concreto, en lo tangible, puro estado gaseoso, musical. Acojonante. Basta con atreverse, por pura curiosidad, con cualquier vaca sagrada de la metafísica o filosofía teutona para sacar en limpio que no se entiende nada. De tantas vueltas que le dan, cada cual más obsesivo-desmenuzadora-profundizadora, se queda uno perplejo. Es como cuando de tanto acercarnos una foto a los ojos, la imagen se empieza a desenfocar y deformar. Con estos teutones de antaño, que crearon escuela, para que negarlo, lo que es entender, ni pío. Pero eso no quiere decir nada más que eso: que no se entiende. Punto. ¿Y quien puede decir que “entiende” un paisaje, o la música? Evidentemente, a mí Schopenhauer no me parece ni un paisaje ni musical. No digo lo mismo del único libro que leí de Nieztsche, “Así habló Zarathustra”. Como ya os comenté en otra entrega del diarioprueba, entender no entendí nada, pero me gustó. Sin duda. Este individuo es otro eslabón fundamental en la génesis y consolidación del movimiento abstracto literario. Pero volvamos a donde estábamos. Es durante esos siglos de pensante ilustración, cuando se empiezan a dar los primeros pasos, verdaderos palos de ciego, hacia la meta que ahora trato: la abstracción literaria. Sabido es que los extremos se tocan. Perdidos estos teutones en la obsesión por lo concreto llegaron a lo genérico. Empeñados en desmenuzar el tiempo, fraccionando el segundo en mil millones de partes, llegaron al infinito. Y es esa tendencia nacional a la obsesión elucubradora, canalizada durante siglos en lengua alemana, lo que bajo mi punto de vista hace de dicha lengua el idioma propio para la abstracción, como el meloso francés lo puede ser para la lisonja y el natural y desbordante castellano para el exabrupto.
Tras los primeros e involuntarios pasos en la senda de la abstracción literaria, que, sin querer, toda la pléyade de filósofos alemanes fueron dando, llegamos a un momento clave cuando el romanticismo, sus fatalidades y hondos pesares se abaten sin piedad sobre las almas sensibles. En ese instante, el campo ya estaba totalmente abonado. Solo faltaba un elegido, un médium que plasmara en el papel ese punto de inflexión, radical: desvestir a la palabra de su contenido. Y ese individuo fue Friedrich Hölderlin. Aunque hordas de estudiosos se empeñan en dar cientos de explicaciones lógicas y no lógicas a las frases de Hölderlin, ello me parece un craso error. Es intentar analizarlo con una óptica equivocada, opaca. Que nunca acertará en el blanco. Este señor, único, distinto, débil mental, demente desde los treinta, encerrado cuarenta años en una torre en Tübingen dónde vivía de la caridad y bondad de un admirador que, pese a su locura, lo apreciaba sinceramente, fue capaz de dar ese gran paso: No decir nada, ser ininteligible, pero hipnotizar con su escritura, pura música, pura sensación, puro todo y nada, paisaje infinito. De la torre, a sus paseos por el río, y de ahí, a la torre. Cuarenta años así, ido. Ahí queda eso.
Mi admirado E. M. Cioran, fiel a su estilo aforístico, críptico y pesimista lo describe con inusitada claridad en sus “Silogismos de la amargura”: “La capacidad de aguante de los alemanes no tiene límites; y ello hasta en la locura: Nietzsche soportó la suya once años, Hölderlin cuarenta.”
Esta cuestión, hablar de algo sin tener pajolera idea, la he comentado con varios amigos en alguna ocasión. De siempre me ha dado un tremendo respeto eso de ponerme a hablar sobre cualquier cosa que no fuesen las estupideces, o los dos o tres asuntillos que a uno le podían más o menos sonar. Pero desde que empecé con el diarioprueba he sido testigo de un preocupante cambio. Hace unos meses jamás me habría creído tan desvergonzado como para ponerme a escribir sobre libros, escritores o algún que otro asunto sobre el que largo ahora sin piedad, como si supiese de lo que hablo. En mi descargo he de indicar que, con independencia de varias cuestiones subjetivas e intimantes que han tenido cabida hasta ahora en el experimento éste, y que quedarían al margen, con respeto a los demás contenidos del diarioprueba, por lo menos intento dar cierto criterio a lo escrito, no hacerlo por llenar folios. Que lo consiga, ya es otra cosa. Sinceramente creo que no. Que mi propósito sea bueno y que intente reflejar de manera amena, sin cinismos ni poses para la galería, mis gustos, opiniones y obsesiones varias, aunque creo que como método resulta válido e interesante, no evita, sin embargo, que el resultado final deje tanto que desear.
Pero de perdidos al río… y es que ahora me voy a poner a largar sobre cosas que, sin contrastar dato alguno, ni consultar fuentes, y desconociéndolo casi todo sobre ellas se me da por pensar, caprichosamente, que son como a mi me gustaría que fuesen. Esto es como si, tras oír unos cuantos Cds, decimos que el mayor exponente del Heavy Ochentero es Pimpinela. Y nos quedamos tan tranquilos. Por cierto, lo de la web de que os hablo arriba, esa que me impulsa a seguir la calamitosa senda de la desvergüenza virtual, era algo comparable con este penoso comentario. Increíble.
Desconozco si existe algún movimiento literario denominado “abstracto” o “literatura abstracta”. Si no lo hay, lo acabo de proponer. Si lo hay, lo voy a redefinir, sin importarme, y desconociendo, su actual acepción. Requisito previo para pasarse de listo quince pueblos, como estoy haciendo ahora, es no haberse topado jamás con tal definición (nunca lo he hecho), ni haberse puesto, antes de escribir esta entrega, a consultar en libros, enciclopedias o internet (tampoco lo he hecho).
Cumplidas esas básicas premisas, haciendo caso de determinadas lecturas y alguna que otra infundada idea que me ronda la cabeza, pero, sobre todo, dejándome llevar por el marcado y acentuado favoritismo que siento por ciertos personajes, os voy a trazar un recomendabilísimo itinerario por la “abstracción escrita”, como podréis observar, barriendo descaradamente para casa. Aunque parezca una contradicción, que lo será, o no, porque no lo sé, os voy a hablar de las palabras que no quieren decir nada. Como si leyéramos un idioma desconocido, en el que no reconocemos ni los signos. Hay ciertos escritores, hermanados como por casualidad por un idioma común, que tienen esa asombrosa capacidad de abstracción literaria. Ellos más que ninguno otro. Única, rara e indefinible. Hölderlin y Celan. Sin llegar a esas alturas de vértigo, pero tocado también por la varita mágica, Georg Trakl. Los tres son capaces de hacernos olvidar que las palabras están llenas de significados y contenido, y deslumbrarnos con su capacidad para, abstrayéndose de cualquier referencia a sujetos, objetos o realidades de cualquier índole, ya sea física o espiritual, deslumbrarnos con algo más, distinto, armonioso, indefinible pero fácilmente perceptible.
Y realmente no me parece casual que los tres escribieran en alemán. Aunque siempre hay un poco, o un mucho, de injusticia en este tipo de generalizaciones, podemos a veces identificar determinados rasgos como propios o característicos de ciertos colectivos, naciones, idiomas, etc. A cualquiera se le ocurren recurrentes adjetivos si nos preguntan por Francia, por el inglés, o por si nosotros subimos o bajamos. Podemos a grandes rasgos distinguir entre una tendencia de puertas afuera, superficial (dicho esto en el buen sentido de la palabra), alegre, estética, extrovertida, en contraposición a esa otra tendencia de puertas adentro, introvertida, obsesiva. La una, simplificando, la podríamos identificar con el mediterráneo y la otra con el norte de Europa. Eso de las largas noches bajo cero, la falta de luz, el estar metido en casa tiritando, dándole a la materia gris y a la ginebra, no puede ser sano. Fruto de esas obsesiones propias del germánico norte, los resultados obtenidos a veces son geniales, pensemos en la música, otras son penosos, ejemplos sobran, y otras son las dos cosas a la vez, según a quien se le pregunte, pero en cualquier caso, resultados exagerados, sesudos y densos. Pensemos, por ejemplo, en toda la metafísica y filosofía alemana. Estos tíos no conocen ni las medias tintas ni el diletantismo, ni la siesta ni la dolce farniente. Qué faena.
En esta tesitura, en lo que a literatura se refiere, tengo más que comprobado que la tan marcada tendencia que en Alemania y el alemán se dio a profundizar, analizar, escarbar y desmenuzar cualquier asunto, ha dado como resultado todo lo contrario. En el extremo de lo concreto y analítico, de tanto que se obsesionaron con ello, pasándose de rosca, se toparon con la abstracción pura y dura, sin referente en lo concreto, en lo tangible, puro estado gaseoso, musical. Acojonante. Basta con atreverse, por pura curiosidad, con cualquier vaca sagrada de la metafísica o filosofía teutona para sacar en limpio que no se entiende nada. De tantas vueltas que le dan, cada cual más obsesivo-desmenuzadora-profundizadora, se queda uno perplejo. Es como cuando de tanto acercarnos una foto a los ojos, la imagen se empieza a desenfocar y deformar. Con estos teutones de antaño, que crearon escuela, para que negarlo, lo que es entender, ni pío. Pero eso no quiere decir nada más que eso: que no se entiende. Punto. ¿Y quien puede decir que “entiende” un paisaje, o la música? Evidentemente, a mí Schopenhauer no me parece ni un paisaje ni musical. No digo lo mismo del único libro que leí de Nieztsche, “Así habló Zarathustra”. Como ya os comenté en otra entrega del diarioprueba, entender no entendí nada, pero me gustó. Sin duda. Este individuo es otro eslabón fundamental en la génesis y consolidación del movimiento abstracto literario. Pero volvamos a donde estábamos. Es durante esos siglos de pensante ilustración, cuando se empiezan a dar los primeros pasos, verdaderos palos de ciego, hacia la meta que ahora trato: la abstracción literaria. Sabido es que los extremos se tocan. Perdidos estos teutones en la obsesión por lo concreto llegaron a lo genérico. Empeñados en desmenuzar el tiempo, fraccionando el segundo en mil millones de partes, llegaron al infinito. Y es esa tendencia nacional a la obsesión elucubradora, canalizada durante siglos en lengua alemana, lo que bajo mi punto de vista hace de dicha lengua el idioma propio para la abstracción, como el meloso francés lo puede ser para la lisonja y el natural y desbordante castellano para el exabrupto.
Tras los primeros e involuntarios pasos en la senda de la abstracción literaria, que, sin querer, toda la pléyade de filósofos alemanes fueron dando, llegamos a un momento clave cuando el romanticismo, sus fatalidades y hondos pesares se abaten sin piedad sobre las almas sensibles. En ese instante, el campo ya estaba totalmente abonado. Solo faltaba un elegido, un médium que plasmara en el papel ese punto de inflexión, radical: desvestir a la palabra de su contenido. Y ese individuo fue Friedrich Hölderlin. Aunque hordas de estudiosos se empeñan en dar cientos de explicaciones lógicas y no lógicas a las frases de Hölderlin, ello me parece un craso error. Es intentar analizarlo con una óptica equivocada, opaca. Que nunca acertará en el blanco. Este señor, único, distinto, débil mental, demente desde los treinta, encerrado cuarenta años en una torre en Tübingen dónde vivía de la caridad y bondad de un admirador que, pese a su locura, lo apreciaba sinceramente, fue capaz de dar ese gran paso: No decir nada, ser ininteligible, pero hipnotizar con su escritura, pura música, pura sensación, puro todo y nada, paisaje infinito. De la torre, a sus paseos por el río, y de ahí, a la torre. Cuarenta años así, ido. Ahí queda eso.
Mi admirado E. M. Cioran, fiel a su estilo aforístico, críptico y pesimista lo describe con inusitada claridad en sus “Silogismos de la amargura”: “La capacidad de aguante de los alemanes no tiene límites; y ello hasta en la locura: Nietzsche soportó la suya once años, Hölderlin cuarenta.”
Pasó el tiempo y el testigo es tomado con vigor. Nos encontramos con el cenit, para mi gusto insuperable, de este fenómeno: Paul Celan. Excepcional. De otro mundo. Un genio absoluto. A mucha distancia de cualquier otro. Siendo Celan incomparable, no deja de ser cierto que por el mismo camino, nuevo y desconocido, deambuló también Georg Trakl. A los siglos de obsesión metafísica, de desánimo y afectación romántica ellos tuvieron que añadir en su bagaje, Trakl, el desmadre del estallido de la primera guerra mundial y alguna que otra visita al manicomio y Celan, el no va más de la segunda, campos de concentración, exterminio y sabe dios cuanto más. Ambos atajaron. Trakl a la segunda, con una sobredosis en 1914, dejando con la palabra en la boca, desgarrado por el dolor, tras meses de vanos intentos por encontrarse con él, a su íntimo, Ludwig Wittgenstein. Celan, por su parte, con un libro de Hölderlin abierto en su escritorio, salió de su casa y se tiró al Sena en 1970, aún indefenso ante el horror que había vivido veinticinco años antes. Los tres merecen la pena. Ellos y sus libros. Sus vidas y sus vivencias. En Hölderlin os encontraréis con la sumo y lo abstracto, lo incomprensible, no en la poesía, como en principio podría parecer, sino en su Hyperión y en sus repetidas, enfermizas y nunca definitivas versiones de Empédocles. De Trakl y Celan llega con acercarse a sus poemas para cagarse por la patinbaixo, y no entender por qué. Ánimo
Índice de fotografías:
1.- Georg Trakl; 2.- Friedrich Hölderlin; 3.- Paul Celan; 4.- Tübingen, camino por el río, transitado a diario por Hölderlin; 5.- Tübingen, escaleras que comunicaban la casa dónde vivía el poeta (propiedad del ebanista Zimmer) con el río; 6.- Tübingen, habitación de Hölderlin; 7.- Tübingen, torre de Hölderlin en la casa del ebanista Zimmer; 8.- Tübingen, tumba del poeta; 8.- Tübingen, la torre de Hölderlin hoy.
Índice de fotografías:
1.- Georg Trakl; 2.- Friedrich Hölderlin; 3.- Paul Celan; 4.- Tübingen, camino por el río, transitado a diario por Hölderlin; 5.- Tübingen, escaleras que comunicaban la casa dónde vivía el poeta (propiedad del ebanista Zimmer) con el río; 6.- Tübingen, habitación de Hölderlin; 7.- Tübingen, torre de Hölderlin en la casa del ebanista Zimmer; 8.- Tübingen, tumba del poeta; 8.- Tübingen, la torre de Hölderlin hoy.
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