Glub, glub, glub… afundín, compañeiros. El Ocaso ha podido conmigo. He tenido un despiste y lo he pagado caro. Os cuento. Los lunes, Fer y yo, como dos auténticos treintañeros, ya tirando a cuarentones, echamos unas disputadísimas partidas de padel. Durante hora y media nos olvidamos de nuestra estrechísima amistad y nos enfrentamos a raquetazos. El otro día acabé exhausto. Llegué a casa y me duché. Como tengo un problemilla en un tendón de la rodilla izquierda, después de la ducha me suelo sentar con la pierna estirada y le pongo una bolsa con hielo durante veinte minutos. Son hipo-momentos en los que voy recuperándome del esfuerzo. Digamos que dejo en stand-by el resto de funciones orgánicas e intelectivas y me centro en esa agradable sensación que se disfruta tras el esfuerzo físico. Si alguien quisiese asestarme el golpe definitivo, ese sería el momento. Soy todo indefensión. Como cuando en las pelis de tiros se te acaban las balas y tienes que cambiar el cargador de la pistola. Momentos de debilidad y falta de protección que suelen aprovechar los rivales.
En esas circunstancias una extraña fatalidad quiso que Montse encendiese la tele. ¡¡Joder, qué golpe!! Casi sin fuerzas musité un “quita eso”. También a ella le impresionó el espectáculo y cambió rápidamente: Pumba, lo mismo… Otra cadena, igual… en la lejanía de un profundo y oscuro pozo oí que Montse decía: ¿pero qué es esto? Aterrorizado intenté salvarla. Se va a ahogar, pensé. No sé cómo, miré hacia arriba y… la vi a ella en el sofá. Era yo quién se estaba asfixiando en la espiral de muerte catódica. Hundido, sin fuerzas para seguir nadando contra corriente. Desamparado. Aturdido ante la popularísima fiesta que el lunes por la noche se estaba celebrando en todas las cadenas. Para mí fue demasiado. Este shock, unido al hipo-momento de recuperación atlética, pudo conmigo. Ni me acordaba que ese lunes era el día D y que mientras yo me recuperaba del esfuerzo padelístico estaba en su momento álgido el “petate” entre los dos tele-predicadores con mayor tirón entre los creyentes ibéricos. Creo que estaban jugando al quién da más. Qué impresión, de verdad. Fueron unos durísimos instantes, crueles, eternos. La corriente me arrastró. Perdía el conocimiento y me hundía en las “simas” de la desesperación, abatido, resignado, debilitado.
Porque si me hubiesen cogido en otro momento, a lo mejor, no me mandaban a las profundidades. Todo lo contrario, estando mis defensas alerta, habría salido catapultado hacía las cimas de la “despotricación”, lugar en cuyas proximidades, aparte de seguir pobremente las huellas de Él, Cioran, suelo redactar mis obsesivas y aburridas HistoriaS del ocaso. Y ante semejante estímulo le habría dedicado otro sainete a la antimateria. Sin duda. Pero no, eso se acabó. Me estaba recuperando y entre el de la barba, el de la ceja y el que estaba en medio, me hundieron en el pozo. Chao, chao cimas de la despotricación. Tendré que empezar a poquitos una nueva vida. Primero recuperarme y luego ya pensaré en metas mayores. Aquí abajo, en las profundidades del Baikal, en el lecho lacustre, nunca había estado. Vaya sitio. Y vaya bichos más raros. Tiene una cosa buena, no se oye la tele. Solo un entrecortado bum-bum cardiaco, como el que a veces se escucha contra la almohada. Creo que voy a aprovechar estos lares para retomar viejos páramo temas que tenía un poco olvidados, mientras espero a que pasen estos quince días de tormenta. Luego, ya sacaré la cabeza, o lo que me quede de ella, a la superficie.
En esas circunstancias una extraña fatalidad quiso que Montse encendiese la tele. ¡¡Joder, qué golpe!! Casi sin fuerzas musité un “quita eso”. También a ella le impresionó el espectáculo y cambió rápidamente: Pumba, lo mismo… Otra cadena, igual… en la lejanía de un profundo y oscuro pozo oí que Montse decía: ¿pero qué es esto? Aterrorizado intenté salvarla. Se va a ahogar, pensé. No sé cómo, miré hacia arriba y… la vi a ella en el sofá. Era yo quién se estaba asfixiando en la espiral de muerte catódica. Hundido, sin fuerzas para seguir nadando contra corriente. Desamparado. Aturdido ante la popularísima fiesta que el lunes por la noche se estaba celebrando en todas las cadenas. Para mí fue demasiado. Este shock, unido al hipo-momento de recuperación atlética, pudo conmigo. Ni me acordaba que ese lunes era el día D y que mientras yo me recuperaba del esfuerzo padelístico estaba en su momento álgido el “petate” entre los dos tele-predicadores con mayor tirón entre los creyentes ibéricos. Creo que estaban jugando al quién da más. Qué impresión, de verdad. Fueron unos durísimos instantes, crueles, eternos. La corriente me arrastró. Perdía el conocimiento y me hundía en las “simas” de la desesperación, abatido, resignado, debilitado.
Porque si me hubiesen cogido en otro momento, a lo mejor, no me mandaban a las profundidades. Todo lo contrario, estando mis defensas alerta, habría salido catapultado hacía las cimas de la “despotricación”, lugar en cuyas proximidades, aparte de seguir pobremente las huellas de Él, Cioran, suelo redactar mis obsesivas y aburridas HistoriaS del ocaso. Y ante semejante estímulo le habría dedicado otro sainete a la antimateria. Sin duda. Pero no, eso se acabó. Me estaba recuperando y entre el de la barba, el de la ceja y el que estaba en medio, me hundieron en el pozo. Chao, chao cimas de la despotricación. Tendré que empezar a poquitos una nueva vida. Primero recuperarme y luego ya pensaré en metas mayores. Aquí abajo, en las profundidades del Baikal, en el lecho lacustre, nunca había estado. Vaya sitio. Y vaya bichos más raros. Tiene una cosa buena, no se oye la tele. Solo un entrecortado bum-bum cardiaco, como el que a veces se escucha contra la almohada. Creo que voy a aprovechar estos lares para retomar viejos páramo temas que tenía un poco olvidados, mientras espero a que pasen estos quince días de tormenta. Luego, ya sacaré la cabeza, o lo que me quede de ella, a la superficie.
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