La hora de levantarse es lo de menos. Aunque nos dirán lo contrario. Lo relevante es que tan pronto lo hacemos nos encontramos con el mismo problema que, la tarde anterior, y repetidas veces a lo largo de esta noche, nos trepanó el ánimo. Que es una manera más de decir que no podemos con ello. Y como ello es el asunto que nos desvela y trepana el ánimo, y como estamos acostumbrados a no poder con ello, y como estamos enganchados a esa
sensación de que el asunto de que hablamos nos amenaza y nos supera y nos mortifica, de lo que se deduce, a renglón seguido, que somos dependientes de ella, mejor dicho:
adictos a ella, adictos a esa sensación de que el asunto éste llamado
vida/trabajo nos amenaza y puede con nosotros, resulta de todo lo anterior que nuestra realidad/verdad es que nos encanta estar así de jodidos, y es que no sabríamos vivir sin esa sensación de que no podemos con ello. Y entonces, si de lo que hablamos es de esta
última noche, resulta que a lo largo de la misma, uno se va despertando periódicamente cada veinte minutos. Cosa que se dice poco sana. Y cada veinte minutos se le dedica otro año y medio de nuestro mundo y de nuestra vida al asunto ése que nos trepana la moral, pero que es, también, nuestra maldita y encantadora
adicción, sin la que, ni sabríamos, ni podríamos, vivir.
Ensanchando el espejismo, tendríamos que, si de lo que hablamos es de la
última semana, la cosa sería igual que la de la última noche pero multiplicada por siete y luego por tres. Una barrabasada. Agotador. Si de lo que hablamos es de nuestra pareja, lo que resulta es mejor no comentarlo. Porque la pareja, que tiene mucha paciencia, lo que no tiene es una varita mágica con la que curarnos, aunque nosotros creamos que con ella, o él, al lado, y con su varita mágica apuntando hacia nosotros, podremos con todo. Esto, que viene siendo un error muy común, es una estupidez tremenda. Que no dejará de serlo por mucho que nos empeñemos en que nuestro caso es distinto. Porque, al final, de lo que se trata es de que si uno le dedica los
dos tercios del día/vigilia al asunto que tanto nos preocupa, y luego, cuando se mete en la cama para descansar, fin inalcanzable para este tipo de
adictos, empieza con la
pauta del desquiciado, del estresado, ésa que consiste en aprovechar el
tercio restante de jornada/noche para descansar, como mucho, mal que bien, veinte minutos, y desvelarse el resto, y venga taquicardias y palpitaciones, y venga a la sala a ver la tele o a contar bichos imaginarios, y lo multiplica todo
por siete a la semana, o
por treinta al mes, lo que resulta de todo este mejunje es que el personaje que padece esta curiosa adicción al inmovilismo miedoso contumaz, aderezado por una hilarante capacidad para el lamento vanidoso ombliguista, acabará
infartando el día que menos se lo esperen su pareja o el resto de sus amigos y familia. Porque él está claro que cuenta con ello, con el infarto/angina, digo. Es más, se muere de ganas de agarrarlo en toda su dramática extensión y bailar con él un
vals tumefacto, aunque sus habituales, y hasta razonables, comentarios explicativos sobre lo absolutamente insoportable que es, en su caso, el asunto llamado
vida/trabajo, parezcan propios de alguien, más bien, desenvuelto y capaz. Alguien que no encaja en el papel de quien espera, prietas las filas y sin hacer nada salvo quejarse de su
adicción, al dichoso
infarto…
Que a lo mejor llega de buenas a primeras, en cuyo caso, digamos que nuestro personaje, el
adicto a estar mal, tiene el beneficio de la duda, pues cabe la posibilidad de que, un poco novato en estas lides, no fuera realmente consciente del asunto. A ver, me explico, no fuera realmente consciente de que es un
llorón inmovilista metastásico dependiente de su adicción a estar mal, básicamente centrada en su
trabajo y en los cuartos,
dinero, money, geld. Pero, al margen de este supuesto, la gran mayoría de sujetos del tipo
llorón inmovilista metastásico dependientes de su adicción a estar mal, no
NOS podríamos beneficiar de la duda. Porque lo
NUESTRO es contumaz infame alevoso. Y entonces la duda beneficiosa no cuela. Porque vale a quien le sorprende el aluvión torácico porque le tenía que sorprender, hay que ver qué mala suerte. Una pena, aparte una injusticia. Qué mal repartido está el mundo… A los demás, sin embargo, a los profesionales opulentos del sufrimiento auto inventado/imaginario, a los sujetos adscritos al ombliguismo llorón hiperbólico, la cosa bailarina llamada
infarto/angina no
nos suele sorprender a la manera de los anteriores. A estos segundos, el infarto que, educadamente, esperamos sin falta,
nos ha avisado con tanta antelación, que más honesto no se puede ser…
Muchas son las maneras que el infarto utiliza para susurrarnos al oído sus cositas, sus chiribitas, sus planes de futuro, su idilio con nosotros. Y es que es normal que se ilusione, porque, por mucho que parezca lo contrario, no hacemos más que tirarle los tejos… Entre la amplia variedad de enamoramientos que se dan entre los
adictos a estar mal y los
infartos galopantes, me voy a decantar por la ortodoxia absoluta de un noviazgo ejemplar que empieza con cierta diligencia/amor/vocación por el trabajo en un sujeto cualquiera llamado Pi. Menos profunda de lo que a muchos parece, pero, en cualquier caso, vocación sincera. Diligencia o vocación que, al rato, meses o años, se torna nebulosa y famélica. Y se convierte en esa mezcla de impulsos y sensaciones de estilo
obligación/obsesión diaria, que pronto pasa a manifestarse a través de determinados y punzantes problemas, cada vez más habituales, para conciliar el sueño. También a través de una creciente
auto responsabilización laboral enfermiza, en medio de la cual, dejamos de parecer un empleado por cuenta ajena/autónomo, una persona humana, para confundirnos con la propia
cosa/empresa/trust para la que trabajamos y ¿pensamos?, imbuidos y succionados por ella hasta nuestra electrizada médula, abducidos por ciertos clichés corporativistas y poses de secta que difícilmente habríamos tolerado antes de empezar nuestro idilio con la
angina, y, en general, mediatizados por la inmensidad omnipresente de los ponzoñosos batracios ético/morales del mundo competitivo laboral empresarial.
Pero volvamos al idilio… Aquí, aunque ya algo tocaditos del ala, estamos aún dentro del campo de lo
platónico, digamos que del amor inmaduro, del amor anhelado pero no realizado, macilento. El infarto aún no nos la ha endilgado hasta la campanilla. Ni siquiera ha osado darnos un buen magreo. Pero poco falta. Tenemos entre
treinta y cinco y
cuarenta y cinco años…
La chicha, el meterse en la cama, la lujuria obscena para mayores de dieciocho, empezará con esa
primera visita al médico de cabecera. Visitación que dedicaremos a explayarnos y romperle la cabeza con lo del
sueño, el estrés, la ansiedad, los problemas en el chollo y un larguísimo etcétera de esclarecimientos e ilustraciones que van a dejar al pobre profesional sanitario con ganas de que fallezcamos en el acto y lo dejemos en paz, que bastante tiene él con lo suyo… En caso de que, incumpliendo el deseo oculto de nuestro médico, no hayamos fallecido en la consulta, se vengará de nosotros con la subsiguiente
receta salvadora, prescrita para combatir los intensos problemas personales que le hemos detallado y desmenuzado, prescripción farmacológica en forma de
ansiolíticos antidepresivos hipnóticos anti psicóticos y demás florituras de laboratorio. Todos ellos milagritos en forma de cápsula que tienen múltiples ventajas, pero, también, un problema, y es que si, por poner un ejemplo, nuestra justificación para estar mal fuera que nos estamos
quemando en una hoguera, estas cápsulas no es que nos aparten de la hoguera, solución definitiva al problema, sino que nos hacen insensibles al calor o fuego. Un calor o fuego que, irremediablemente, nos seguirá quemando hasta achicharrarnos, pues, sin plantearnos siquiera la posibilidad de escapar por patas, seguiremos metidos en la hoguera per seculam. Sólo que ahora medio
zombis e insensibles. Tal cual. Y esto que es una obviedad, no se sabe muy bien por qué, no hacemos más que obviarla. Y la fogata, a fume de carozo
Y entonces, nuestro gran romance, el idilio entre el
adicto a estar mal y su apasionadísimo
infarto galopante, continúa fortaleciéndose y disfrutando de unos días de vino y rosas. Con la pastillita en la mesilla, o en la cartera, coqueteamos con la vida sana de refilón porque vivimos en los tiempos de la sostenibilidad, también personal. Y vamos y salimos de la hoguera quince minutos cada tres días para hacer un poco de deporte. Y a diario desayunamos bioeducadamente, y bebemos de esos yogures milagrosos, y hasta quedamos para hacer algo de rafting/trekking en contacto con la naturaleza, aunque llevemos nuestra hoguerita a cuestas en forma de artilugio electrónico generacional y preocupaciones laboriles varias. Y parecemos sanos y desenvueltos. Y lo somos y lo estamos, qué carajo, que es un discurso pre/racional y funciona como auto convencimiento masivo. Pero también es cierto que la
hormiguita del amor no para, y aunque no lo notemos, que la
cápsula milagreira nos tiene
zombis, nuestra paciencia vital o de ánimo se va agotando. Y ocurre que el enamoramiento con el dolor intenso de pecho nos hace segregar burbujitas químicas, o alterar no sé qué recaptaciones…
Y nos volvemos irascibles, que nos va faltando paciencia para según qué cosas, y explotamos por nada un día cualquiera y sin venir a cuento, ya sea conduciendo el coche en pleno adelantamiento, en el supermercado, en casa o en el Juzgado. Caramba, qué acaloramiento nos entra en esa ocasión, y luego el cuerpo nos queda como para el arrastre, como si hubiéramos corrido un
maratón tras otro durante un siglo, y va y resulta que el siglo no fueron más que
diez segundos, y en diez segundos estamos desfondados, y resulta, también, que la
dosis ideal de cápsulas habrá que irla aumentando porque esto se empieza a poner cachondo pornográfico de más, que va a ser que el
infarto, aparte galopante, viene siendo un
sátiro superdotado con ínfulas de sodomizarme, y eso sí que no, y si tiene que ser, pues qué le vamos a hacer, pero dadme más
capsulitas/pills para no sentir el atropello. Y cuidadito, porque aquí el platonismo hace meses que ha desaparecido, que hemos pasado de lo
ideal a lo
real, y sin avisar, que el nuestro ahora es un ajuntamiento más carnal imposible, que estamos en brazos de Mr. Infarto, gran amante telúrico…
Y nos vemos como con el pie cambiado. Hay a quien se le da por
sudar a todas horas y en cualquier ocasión, hasta en las más triviales. Hay a quien se le da por sentirse
minusvalorado laboralmente o en sus relaciones personales, hay quien no soporta a la
gente, hay quien no puede vivir sin ella, hay quien repasa un texto en el trabajo hasta
quince veces antes de entregarlo, hay quien convierte lo banal en sustantivo, y el trámite en meta, hay quien convierte el capricho en objeto de mil justificaciones teóricas, hay quien prefiere tomar aún más pastillas antes que escapar de la
hoguera, hay quien explota sin motivo y hay quien, ante una explosión, ni se motiva… Así hasta donde queramos. Y, en cualquier caso, emparentadas todas estas caricaturescas manifestaciones del idilio entre el
adicto a estar mal y su infarto galopante por el acento de la
obsesión.
Pun/pun, sístole; pun/pun diástole… Bueno, bueno, tranquilizaros, que no os parezca mal, no os acaloréis, que si queréis os digo que no estoy hablando de vosotros, que cuando la cosa se pone frívola y trágica queda la disculpa de decir que uno habla de sí mismo…
Que es lo que hago siempre que puedo... Y entonces, siguiendo el diagnóstico de
El rey pálido, me sitúo en el punto
pasmoso en el que confundo el conjunto del saber universal y de la razón máxima con mis caprichosas y engreídas y ombliguistas opiniones de pacotilla… Motivo por el cual, visto desde fuera el asunto, se puede pensar en la posibilidad de que al
adicto a estar mal, antes que Mr. Infarto, lo pueda atropellar esa otra cosa llamada
Locura. En toda la amplitud de sus matices… Grrrrrrrrrrrrr