Hace unos años daban con frecuencia un indecente anuncio en varías cadenas televisivas. En él, algún gurú de la vida sana, asociado con algún caimán de los negocios, dispuestos ambos a acojonar al personal y forrarse a su costa, nos presentaba unas imágenes, tomadas a cierta altura, de una culebrilla de formas poco definidas. Formas poco definidas que nos permitían asociar la culebra con una carretera en cualquiera de sus manifestaciones, gratuitas o de peaje, radiales o de circunvalación. Imaginaros en el avión mirando hacia abajo por la ventanilla. La estáis viendo. El vuelo lo suficientemente alto para confundir una autopista con una culebra, pero no con un fideo o una manguera, y lo suficientemente bajo para distinguir unas manchitas ¿en movimiento? a lo largo del cuerpo del reptil.
El avión debía estar con la maniobra de aproximación a algún hospital mental, pues realizaba un suave, gradual y constante descenso, gracias al cual lo pequeño se hacía cada vez más grande. Seguimos inclinados en el asiento del aeroplano mirando por la ventanilla. Allí abajo vemos lo que vendría a ser la carretera. Bien larga. También se ve que el inicial, y casi inexistente, tráfico, que antes de empezar el descenso no era más que un conjunto de escasas y abstractas manchas en el cuerpo del ofidio, se va multiplicando, congestionando y haciendo cada vez más denso. Pasa, luego, un poco de tiempo, y acaba formándose un tremendo atasco de tres pares de narices. Imagen ya de por sí poco agradable, áspera y llena de gases, insultos, desesperos, polución, algún motor gripado o calado, supongo que también más de un embrague quemado y, a lo mejor, dependiendo esto último de la intensidad del atasco, de su extensión en el espacio y su duración en el tiempo, alguna reyerta, alguna invocación extemporánea de poderes esotéricos, alguna ruptura de pareja y otras cosas aún más habituales…
Pues bien, el caso es que, como os he indicado, el descenso nos permite ver más grande lo que antes veíamos más pequeño. Avances de la ciencia oftalmológica. La culebra es definitivamente una carretera, no hay duda, y las manchas son cochecitos y camioncitos y busecitos y demás vehiculitos que circulan por las carreteras. Sin embargo, debido a una deriva proto-publicista ciertamente elemental y primaria, van a introducirse determinados cambios en el proceso por el cual lo que se veía al comienzo pequeño se ve después más grande. Ahora, la concreción, el detallismo oftalmológico, el ver más grande lo que antes veíamos más pequeño, no se realiza mediante la pirueta/artificio del avión, chorrada por la que algún publicista se habrá creído un artista lleno de brillantes ideas, y es que hay que ver cómo se sobrevaloran ciertas profesiones. Nada de eso. Ahora pasamos de la pirueta/artificio del avión al metalenguaje, al juego entre significados y significantes, otra chorrada, ésta más conceptual que estética, por la que habrá cobrado miles de cientos otro publicista vanidoso e insoportable, vestido con vaqueros y gafas de pasta, con un desarreglo estético y emocional que el muy engreído lleva por bandera dispuesto a hincársela al primer incauto que le pregunte por cualquier banalidad, look y vitalidad alteradas que en su egotismo de creador publicitario lo emparientan con poetas malditos, compositores sordos y hasta con guitarristas que se ahogan a los veintisiete años en su propio vómito.
Entonces el envalentonado genio de la publicidad utiliza su chorrada del metalenguaje y nos da un poco de rollo conceptual del tipo que ahora, ellos y sus acólitos, denominan postmoderno y que yo calificaría como gelatinoso. De paso, va cubriendo de ceros mil la facturita que le va a endosar al gurú de la vida sana, asociado con algún caimán de los negocios… y es que amigos, lo que estáis viendo por la ventanilla del aeroplano mientras el aeroplano realiza la maniobra de aproximación al sanatorio mental, no es un atasco de hectométricas proporciones en la A6, qué desagradable imagen… fijaros bien. Y pensad por un momento: para qué han contratado al pijo de la publicidad que estudió en New York y utiliza como divisa/currency el dólar, aunque paste, rumie, viva y trabaje en Corrubedo. Olvidaros del atasco, carajo, pensad un poco más y veréis que lo que tenéis delante de las narices es un TROMBO en una vena. Pero no una vena cualquiera, queridos consumidores, sino una vena de un organismo o cuerpo muy concreto: el nuestro, vuestro, mío o tuyo. A ver, el cuerpo del espectador televidente. La vena que se consigue ver desde el avión mediante esos ridículos juegos significantes y estéticos, así como el criminal trombo, aneurisma o ictus que se acaba produciendo en la mentada vena, están, todos ellos, dentro del asustadizo espectador televidente. Bueno, dentro de su cuerpo.
Y es que el gurú de la vida sana, asociado con algún caimán de los negocios, está dándole muy duro al mercado. Moito, moito. Lo está arrasando. Y se están dedicando a acojonarnos muy seriamente. Y el pijo de gafas de pasta y gustos musicales alternativos que rumia por Corrubedo, tampoco tiene miramiento alguno. Cero le cuesta cobrar en miles de dólares y cero le importa que algún corazón delicado, instalado en una persona a tratamiento médico, visto el anuncio y asimilado su contenido, vaya y diga, me refiero al corazón delicado: basta, hasta aquí he llegado, hasta aquí te he traído, y deje colgado a su portador, el televidente cardiópata, en medio de un intensísimo dolor pectoral. Deteneros un momento, solidaricémonos con él, porque el cardiópata, en su faceta de televidente portador de varios bypass y cateterismos y diversas enfermedades cardiacas, puede racionalizar de diversas maneras el juego conceptual publicitario, que, por otro lado, resulta ser un proceso ¿creativo? tan elemental y perogrullesco que hasta da vergüenza que alguien, el tipo ése de Corrubedo, haya cobrado por el trabajo. Porque la relación casi parvularia de conexiones significantes y etimológicas entre los palabros, ojo a su simpleza: culebra – carretera – venas por un lado, y manchas - vehículos – colesterol por otro, llegando a la absurditie mayor de atasco – aneurisma/trombo/ictus, puede ser descodificado de múltiples y variopintas maneras por el cardiópata televidente. De ellas, muchas, como por ejemplo las siguientes: el sobresalto que le produce al cardiópata sentirse señalado y culpabilizado por motivo de su mala salud, o el otro sobresalto que le produce ver anuncios tan pobres y vulgares, por poner sólo dos, pueden hacerle sufrir, en el preciso instante en que racionaliza en su cerebro el mensaje/chorrada publicitario, algún proceso orgánico fisiológico de lúgubres consecuencias paralizantes tipo angina y demás dolores agudos de pecho…
Ahora abrocharos los cinturones porque lo que viene es un poco bestia: Sobrevolé Corrubedo a los mandos de mi Junkers 87 y bombardeé la casa del pijo, que se cree creativo y que dice sin rubor que lo que tuvo cuando se le ocurrió la chorrada publicitaria estilo tercero de EGB fue un momento de inspiración, trance selecto y exclusivista que, si está borracho dándole la tabarra a cualquier incauto de Porto do Son, no calificará como inspiración, sino como duende, y quiero aclararos que es aquí cuando me bajo del avión y le doy una buena Oooscuridad en todos los güivos al pijo de Corrubedo, que se dobló de una manera tan graciosa, tan elegante y provocadora, que no pude evitar darle otra patada, mucho más fuerte que la anterior, digamos que una gran e inmensa patada incolora e insípida, pero grotescamente dolorosa, en los mismos güivos que antes, los suyos, y ahora también en las manos con las que intentaba protegérselos, patada que debió sentir como una desmesurada fuerza alienígena que entrándole a la vez por orejas, nariz y recto, producía en él un estado como de episodio desnaturalizado, vacío cósmico, placentera insensibilidad previa a una hecatombe, en resumidas cuentas: un desconcierto, que, en milésimas de segundo, se resolvió de la peor de las maneras cuando el tipejo de Corrubedo pasó del vacío cósmico arriba mencionado a ser consciente de que aquello de las dos patadas en los huevos era real hasta el acople, y que le estaba doliendo tanto tantísimo como nada le había dolido en su puta vida. Una milésima más y millones de plúmbeas y estridentes sensaciones se acumularon en su saturado córtex frontal con una intensidad similar a la del vapor despedido por la espita de una olla a presión. En los ojos se le presentaron de golpe y porrazo los ocho litros de sangre que habían salido disparados de sus pelotas después del impacto súbito, impacto justo anterior, en una milésima, a la sensación ésa de episodio desnaturalizado y que, transcurrida otra milésima, le llenó de sangre los ojos, le taponó los orificios por donde le había entrado la fuerza alienígena, a saber: orejas, nariz y recto y lo llevó, finalmente, a pronunciar un chillido de dolor tan desagradable por su timbre y entonación que me vi obligado a hacerlo entrar de nuevo por la misma campana en forma de boca por la que acababa de salir propinándole una tercera inmensa, virtuosa y gran grossen patada que dejó al publicista de Corrubedo sin argumento alguno y pensando seriamente en dejar la profesión e irse con los bártulos a otra parte… todo ello porque, aunque no soy el de Porto do Son, qué mérito el suyo, yo andaba por ahí y no aguanté más… Y sí, esto es personal.
Y que viste con vaqueros y se pone gafas de pasta. De colores, matizo ahora para que se os haga más odioso el personaje, y que escucha grupos alternativos de rock independiente adscritos a etiquetas tipo Postrock de música denominada seria, movimiento en estos días incontrolado que se basa en quitarle a la música lo que de música tiene y sustituirlo por una interminable serie de teorías, argumentaciones y obtusos mensajes exegéticos en los que ya no tienen cabida la música en sí, esa que se podía tocar o escuchar, y sí, por el contrario, largas teorías llenas de conceptos como paisaje sonoro, textura, impresión acústica, caricia decibélica, pentagrama visual y un largo etcétera de pedanterías con las que disimular la penosa realidad que resulta de la falta de música en la música sobre la que teorizan estos tíos tan cultos… y me diréis que pobre el de Corrubedo, que vaya tres patadas que le cayeron… y no os lo voy a discutir, que fueron muy fuertes.
…Aquello del anuncio me dejaba por los suelos. Me invadía una aguda simpatía por quienes, padeciendo cuales fueran problemas cardiacos o circulatorios, se tenían que tragar lo del trombo arterial en el descanso de la peli o del partido. Sin avisar. Y estoy seguro de que no les gustaba, y estoy seguro de que a más de uno de los que tienen que tomar el dichoso anticoagulante, que si no su sangre, que es como un arroz con leche, se les queda estancada sin músculo que la bombee, le debía dar una incómoda taquicardia cuando el anuncio lo cogía desprevenido y no le daba tiempo a cambiar. O un desagradable sofoco, con sus sudores y todo, o eso otro que se siente a la altura del pecho, para unos dolor, para otros aleteo. O lo que llaman sensación subjetiva de falta de aire, como que no me llega a los pulmones, como que me ahogo y me asfixio. Alguno, inclusive, habrá llegado al aneurisma/trombo/ictus aniquilador delante del anuncio aquél de mierda… Y todo para vendernos un puto yogourt de esos que ahora anuncian a todas horas, calificando su ingesta diaria como indispensable si lo que queremos es sobrevivir a todo tipo de enfermedades terminales.
Aunque si soy sincero, debo aclarar que lo que sentía por el hipotético televidente que, con alguna patología cardiaca a cuestas, se topaba con el indecente anuncio del yogourt mágico, no era una aguda simpatía. Era algo mucho más cercano. De ello me encargaré en otra entrega.
Para acabar, ya que estamos con esto de las inmensas patadas en los huevos, y ya que también hemos acabado hablando de música, va la más grande patada en los huevos que ha recibido, musicalmente hablando, ser humano habido o por haber. En este caso el Patadón Inconmensurable apellidado Touch Down se lo propina el Gran Mestizo a unos pijos, más engreídos imposible, que ahora no son de Corrubedo, sino que son petáticos Brits, digo patéticos inglesitos. Lo que debieron sentir en su hombría o pelotas, en caso de tenerla o tenerlas, cosa que dudo, más bien en sus cabecitas/Disney, los pobres Rolling Stones, Clapton, The Who y toda esa pandilla de niños bien, hijos de papá británicos, que jugaban a ser malos y gamberros, cuando se les presentó delante de sus babosas caritas, en el Monterey Pop Festival, en 1967, de noche, por primera vez en su putas vidas, el Gran Jefe Mestizo Jao! y les arrancó con la escalofriante entrada de Killing Floor, fue, es y será inenarrable. Lo de Hendrix, aparte de irrepetible y estratosférico, 45 años después sigue resultando incomprensible. Llega con verlo y oírlo. O con imaginarse sentado dentro de las pelotitas de esas bambis pedantes y empalagosas estilo Jagger y demás, y ver venir derechito hacia nosotros al Gran Jefe Mestizo, con poco más de 20 años y la flamígera Fender al hombro. Por favor, volumen al diez:
Aunque si soy sincero, debo aclarar que lo que sentía por el hipotético televidente que, con alguna patología cardiaca a cuestas, se topaba con el indecente anuncio del yogourt mágico, no era una aguda simpatía. Era algo mucho más cercano. De ello me encargaré en otra entrega.
Para acabar, ya que estamos con esto de las inmensas patadas en los huevos, y ya que también hemos acabado hablando de música, va la más grande patada en los huevos que ha recibido, musicalmente hablando, ser humano habido o por haber. En este caso el Patadón Inconmensurable apellidado Touch Down se lo propina el Gran Mestizo a unos pijos, más engreídos imposible, que ahora no son de Corrubedo, sino que son petáticos Brits, digo patéticos inglesitos. Lo que debieron sentir en su hombría o pelotas, en caso de tenerla o tenerlas, cosa que dudo, más bien en sus cabecitas/Disney, los pobres Rolling Stones, Clapton, The Who y toda esa pandilla de niños bien, hijos de papá británicos, que jugaban a ser malos y gamberros, cuando se les presentó delante de sus babosas caritas, en el Monterey Pop Festival, en 1967, de noche, por primera vez en su putas vidas, el Gran Jefe Mestizo Jao! y les arrancó con la escalofriante entrada de Killing Floor, fue, es y será inenarrable. Lo de Hendrix, aparte de irrepetible y estratosférico, 45 años después sigue resultando incomprensible. Llega con verlo y oírlo. O con imaginarse sentado dentro de las pelotitas de esas bambis pedantes y empalagosas estilo Jagger y demás, y ver venir derechito hacia nosotros al Gran Jefe Mestizo, con poco más de 20 años y la flamígera Fender al hombro. Por favor, volumen al diez:
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