Las franjas blancas: Tres calles. Ése es el número de las que había en la ciudad. Distribuidas de manera perfecta, representaban las franjas blancas de un paso de peatones. Su longitud recordaba a la de las pistas de aterrizaje de las tristemente célebres islas del Pacífico. Mediados los cuarenta en aquellos días de metrallazos.
De distribución y longitud, pues, previsibles, los nombres de las calles lo eran aún más. Las situadas en ambos extremos de la estructura llevaban por nombre “Aquí vivimos todos” y “Allí vives tú”. Coloquialmente a la primera se la conocía como calle Todos y a la otra como calle Tú. La que quedaba en medio de las anteriores se denominaba “Frontera, no cruzar”. Su autoritario nombre sólo era legible situados en la calle Aquí vives tú. Desde las dos calles vecinas no se podía leer el cartel indicativo.
Todos los vecinos, a excepción de uno, vivían en “Aquí vivimos todos”. En la calle Frontera, que realmente era un baldío, no había ninguna construcción y nadie la habitaba. Era una franja de terreno, de cincuenta metros de ancho y de la misma longitud que las demás, en la que tan sólo se habían instalado unas farolas, regularmente asentadas cada ciento cincuenta metros. Su luz era parda, sospechosa y esquiva. Lo único que alumbraban era el césped que, desde hacía años, invadía toda la calle, con algunas manchas de tierra, y otras de cemento, aquí y allí. Un conjunto más bien desolado. Un espectáculo caduco, triste, que transmitía un vivir abandonado, sin salidas, perezoso. Cada cierto tiempo, algunos de los vecinos que residían en la calle Todos, cortaban el césped. Les llevaba más de una semana, tiempo durante el cual nunca coincidieron, y hablamos de simple contacto visual, con el único vecino de la calle Tú. En esta calle, de las numerosas viviendas que se habían levantado hacía cincuenta años, tan sólo quedaba, a estas alturas, una casa: la de su solitario poblador. Vivienda que estaba rodeada por un enorme descampado, ninguna farola y varios bancos. También por los restos de algunas de las antiguas casas que hacía años habían proliferado a lo largo de toda la calle y cuyas ruinas daban ahora un aspecto a la misma aún más desolado que el de la calle frontera.
Las franjas oscuras: Siendo las franjas blancas tan previsibles como lo que hasta ahora sabemos de la ciudad, las franjas oscuras (de la estructura en forma de paso de cebra) lo eran en la misma medida. Las oscuras eran sólo dos franjas. De igual anchura y longitud que las blancas. Y sólo dos porque los extremos exteriores de las calles Todos y Tú lindaban con lo desconocido. Por el contrario, las dos franjas oscuras que dividían y separaban las tres franjas blancas que juntas formaban el símbolo, símbolo que otros calificaban de ciudad, y sólo algunos de estructura, pero, en cualquiera de los tres casos, siempre con forma de paso de peatones, eran conocidas por todos los habitantes de la calle más habitada. Y, a pesar de ser por todos conocidas, estas dos franjas eran motivo de continuas disputas y rencillas entre los residentes de la ciudad/símbolo/estructura con forma de paso de cebra. Motivo de disputa conceptual, teórica, argumental. Cuestión nada práctica y absolutamente contraproducente. Que convertía la convivencia en una situación ruda, marcial y poco clara. Para algunos esta situación era de retaguardia asfixiada, para otros de aireada vanguardia, para otros de deserción inminente. También había quien lo entendía como un enroque estratégico, además de otras milicianas variantes que también se daban, siempre según las inclinaciones y preferencias de los interesados. Al final, situaciones, todas ellas, que podríamos resumir como de desconfianza generalizada. Eso sí, sólo en lo teórico o argumental.
Llegamos ahora al meollo de la cuestión: Aunque es cierto que las franjas oscuras eran conocidas por todos los habitantes de la calle Aquí vivimos todos, no lo es menos que el conocimiento que de ellas tenía cada uno de ellos dependía de su propia sabiduría o ignorancia. De sus conocimientos, o de la falta de estos. Porque uno puede conocer las cariátides de oídas o ser un profundo entendido en ellas. Ambos conocedores, sí, pero quién duda de que el primero tendrá un conocimiento más fragmentario, y hasta equivocado, en comparación con el del segundo. Con las franjas oscuras pasaba lo mismo. Conocidas, al menos de oídas, refractariamente, por todos, para algunos eran objeto de estudio pormenorizado, mientras que había quien sólo sabía que estaban ahí, sin tener una idea muy clara de qué eran en realidad, o cuál era su cometido.
Pues bien, de los habitantes de la calle Todos, dos eran los que podemos clasificar como mayores entendidos en la cuestión. De ellos nos podemos fiar a la hora de describir las dichosas franjas oscuras. Aunque con ciertas limitaciones que tendremos que completar. Por el contrario, siendo idéntica su descripción de las mismas, era radicalmente distinta la interpretación o explicación que de ellas daban estos dos personajes.
Así las cosas, ambos tenían claro que las franjas oscuras, situadas entre las claras, eran grandes pozos con forma rectangular. Grandes huecos, trincheras, precipicios de insondable profundidad, tumbas infinitas que descendían hasta la oscuridad. De paredes perfectamente lisas, de hormigón, de ángulos rectos igual de perfectos, de tacto frio, inabarcables y ásperas. Y que conectaban con la conciencia de cada uno. Difícil de entender, y más aún de explicar, el caso es que no había duda. Esos sarcófagos eran el trance hacia la conciencia, el vaso comunicante, un milagro cambiante y caprichoso que nos habla del bien y del mal, del cómo y del porqué, del sí y del no, pero nunca del tal vez.
Coincidiendo la disposición de la estructura con forma de paso de cebra con la orientación norte – sur, ambos vecinos estaban de acuerdo en que por el extremo norte de los dos pozos rectangulares iniciaba su descenso, a lo largo/profundo de los mismos, una escalera. También de hormigón. El ancho de los peldaños de la escalera coincidía con el de las franjas oscuras, por lo que quedaban encajonados en su interior. Sin margen, siquiera, para que entre ellos y las paredes longitudinales del cajón entrara el aire. Eran un todo, un juego tridimensional. Empezando la escalera en el extremo norte, el último escalón alcanzaba, a su vez, el límite sur del rectángulo. Se apoyaba, llegado a ese punto, en el extremo inferior de la extensísima pared sur de la caja rectangular. Pared que bajaba a cuchillo desde arriba, y que recordaba inspirados proyectos para el vaciado interior de ciertas montañas isleñas. Un portento de la ingeniería creadora. La profundidad del dispositivo, aunque desconocida para nuestros expertos, sabemos ahora que era mil veces el largo de las franjas. Tampoco sabían que la oscuridad era total apenas iniciado el Descenso por la escalera. Que a la espalda del viajero sólo lo acompañaba el recuerdo de que arriba había día y noche. Aunque es cierto que poco importa el recuerdo de la claridad, o del día, cuando de lo que se trata es del Descenso por rampa de hormigón hacia nuestras conciencias.
Hasta aquí, y no es poco, llegaban las coincidencias entre ambos compañeros. Entre sus respectivos conocimientos. Las diferencias empezaban con el Descenso. Descenso que, hemos de indicarlo, ninguno de los vecinos de la calle Todos había realizado. Quien sí lo había realizado era el único habitante de la calle Tú, aislado tras la frontera y con quien no cruzaban palabra alguna. Tampoco mantenían contacto visual. De haberlo hecho le habrían pegado un tiro en la frente con sus rifles automáticos de mira telescópica.
Pues bien, ambos entendidos, ávidos lectores, empedernidos estudiosos de la nada, enfermizos coleccionistas de criterios, rocambolescos aspirantes a engrosar la lista de la trena filosófica de más insobornable mancebía, discutían y discutían, como ya se ha adelantado, sobre el significado del descenso. Sobre el significado del Descenso como categoría genérica, frente al significado del ascenso como categoría genérica. Y también sobre el significado del Descenso, concreto y específico, por la caja de hormigón que se perdía en la oscuridad en un trance directo con la conciencia de cada uno. No se me ocurre mejor disputa que esta. Dónde me tengo que apuntar, quiero participar, quiero especular, abandonar coherencias y criterios asépticos… aunque mejor sería poder hablar con el único habitante de la calle Tú, persona elegida que hace unos años bajó la escalera, peldaño tras peldaño, encajonado en un trance que lo empapaba de su propia conciencia. Quién me diera poderle dirigir la palabra, ahora que ha vuelto del más desafiante periplo, ahora que está de nuevo arriba, ahora que lo quieren matar todos los demás, todos los que no han bajado por la escalera. Por desgracia, con él no es posible hablar, nada se sabe de su experiencia, nada nos quiere contar de ella.
Siguiendo con el asunto, en vez de adelantaros de manera resumida el punto de vista de cada uno de nuestros dos estudiados amigos, lo que haré es resumir el de uno cualquiera. Siendo diametralmente opuestas sus opiniones, no os resultará complicado aventurar la del rival. Dicho lo cual, os diré que para uno de ellos el Descenso como categoría es siempre peyorativo, humillante. El Descenso es siempre sufrimiento. Y el sufrimiento no trae nunca la posterior catarsis, la posterior renovación, el posterior resurgir de que hablan religiones, visionarios y demás argumentadores y argumentaciones. Eso es una milonga de arrastrados y lacayos. Que el ave fénix no existió ni existirá jamás. Que el sufrimiento denigra y la abundancia es salutífera. Pero sobre todo que el sufrimiento denigra, duele, ensucia, incapacita, disminuye, marginaliza, precariza, machaca, hunde, mata, ensordece, entumece, ciega, pudre, extermina, condena, humilla. El sufrimiento es eso y no otra cosa, equivalente, para nuestro estudioso, a decir que el día es noche.
Imaginaros, pues, lo que entiende, en cuanto al Descenso y al sufrimiento, el otro estudioso… Para que no penséis que elijo a uno frente al otro por cuestión de simpatía, os diré que para el otro el Descenso como categoría es siempre enriquecedor, agradable. El Descenso es siempre gozo. Y el sufrimiento, entendido como descenso de los sentidos, es gozo y enriquece, y trae, además, una posterior catarsis, una renovación, el resurgir de que habla el hombre desde que es hombre. Con independencia de razas, de creencias y de épocas. En ello, en tal realidad, se apoya lo más íntimo de su existencia, descrita de manera proverbial en la figura del ave fénix. Que el sufrimiento dignifica y la abundancia corroe. Pero sobre todo que el sufrimiento dignifica, acaricia, limpia, regenera, enriquece, enaltece, mejora, embellece, eleva, sana, crea, desentumece, madura, ilumina, refuerza, indulta, glorifica. El sufrimiento es eso y no otra cosa, equivalente, para nuestro estudioso, a decir que el día es noche.
Tales son sus opiniones. Y saben que el único habitante de la calle Tú descendió. Por eso lo quieren matar de un tiro en la frente con sus rifles automáticos de mira telescópica. En el atentado coinciden amistosamente. Como en la descripción de las franjas oscuras.
En cuanto al descenso, concreto y específico, por la caja de hormigón que se perdía en la oscuridad en un trance directo con la conciencia de cada uno, seré más conciso. El primero de nuestros estudiosos piensa que cada peldaño que descendemos en trance con (y hacia) nuestra conciencia es nuestra condena. Como os podéis imaginar, el otro piensa que dicho descenso, encajonados en la franja oscura, es nuestra salvación.
Tales son sus opiniones. Y saben que el único habitante de la calle Tú descendió por la caja de hormigón que se perdía en la oscuridad en un trance directo con su propia conciencia. Por eso lo quieren matar de un tiro en la frente con sus rifles automáticos de mira telescópica. En el atentado coinciden amistosamente. Como en la descripción de las franjas oscuras. Por desgracia para ellos, con el único habitante del otro lado no han cruzado una palabra. Tampoco una mirada. Tampoco lo han visto.
Pero este estado de cosas no es eterno. Aunque ellos no lo saben, faltan quinientos años para que los hijos de sus hijos renuncien al atentado, al crimen. Renuncia que llevarán a cabo de distintas maneras. Los hijos de los hijos de uno de los estudiosos, del que cree que el descenso por la escalera es nuestra condena, cambiarán de percepción pasados esos cinco siglos. Tras esperar todo ese tiempo sin haber visto al único habitante de la calle Tú, sin haberle podido pegar el tiro en la frente, acabarán creyendo que nunca existió tal vecino. Acabarán asegurando que se trataba de un monolito oscuro que yacía, y yace, enterrado bajo la franja blanca del medio, a la misma profundidad que alcanza el último peldaño de la escalera de hormigón.
De distribución y longitud, pues, previsibles, los nombres de las calles lo eran aún más. Las situadas en ambos extremos de la estructura llevaban por nombre “Aquí vivimos todos” y “Allí vives tú”. Coloquialmente a la primera se la conocía como calle Todos y a la otra como calle Tú. La que quedaba en medio de las anteriores se denominaba “Frontera, no cruzar”. Su autoritario nombre sólo era legible situados en la calle Aquí vives tú. Desde las dos calles vecinas no se podía leer el cartel indicativo.
Todos los vecinos, a excepción de uno, vivían en “Aquí vivimos todos”. En la calle Frontera, que realmente era un baldío, no había ninguna construcción y nadie la habitaba. Era una franja de terreno, de cincuenta metros de ancho y de la misma longitud que las demás, en la que tan sólo se habían instalado unas farolas, regularmente asentadas cada ciento cincuenta metros. Su luz era parda, sospechosa y esquiva. Lo único que alumbraban era el césped que, desde hacía años, invadía toda la calle, con algunas manchas de tierra, y otras de cemento, aquí y allí. Un conjunto más bien desolado. Un espectáculo caduco, triste, que transmitía un vivir abandonado, sin salidas, perezoso. Cada cierto tiempo, algunos de los vecinos que residían en la calle Todos, cortaban el césped. Les llevaba más de una semana, tiempo durante el cual nunca coincidieron, y hablamos de simple contacto visual, con el único vecino de la calle Tú. En esta calle, de las numerosas viviendas que se habían levantado hacía cincuenta años, tan sólo quedaba, a estas alturas, una casa: la de su solitario poblador. Vivienda que estaba rodeada por un enorme descampado, ninguna farola y varios bancos. También por los restos de algunas de las antiguas casas que hacía años habían proliferado a lo largo de toda la calle y cuyas ruinas daban ahora un aspecto a la misma aún más desolado que el de la calle frontera.
Las franjas oscuras: Siendo las franjas blancas tan previsibles como lo que hasta ahora sabemos de la ciudad, las franjas oscuras (de la estructura en forma de paso de cebra) lo eran en la misma medida. Las oscuras eran sólo dos franjas. De igual anchura y longitud que las blancas. Y sólo dos porque los extremos exteriores de las calles Todos y Tú lindaban con lo desconocido. Por el contrario, las dos franjas oscuras que dividían y separaban las tres franjas blancas que juntas formaban el símbolo, símbolo que otros calificaban de ciudad, y sólo algunos de estructura, pero, en cualquiera de los tres casos, siempre con forma de paso de peatones, eran conocidas por todos los habitantes de la calle más habitada. Y, a pesar de ser por todos conocidas, estas dos franjas eran motivo de continuas disputas y rencillas entre los residentes de la ciudad/símbolo/estructura con forma de paso de cebra. Motivo de disputa conceptual, teórica, argumental. Cuestión nada práctica y absolutamente contraproducente. Que convertía la convivencia en una situación ruda, marcial y poco clara. Para algunos esta situación era de retaguardia asfixiada, para otros de aireada vanguardia, para otros de deserción inminente. También había quien lo entendía como un enroque estratégico, además de otras milicianas variantes que también se daban, siempre según las inclinaciones y preferencias de los interesados. Al final, situaciones, todas ellas, que podríamos resumir como de desconfianza generalizada. Eso sí, sólo en lo teórico o argumental.
Llegamos ahora al meollo de la cuestión: Aunque es cierto que las franjas oscuras eran conocidas por todos los habitantes de la calle Aquí vivimos todos, no lo es menos que el conocimiento que de ellas tenía cada uno de ellos dependía de su propia sabiduría o ignorancia. De sus conocimientos, o de la falta de estos. Porque uno puede conocer las cariátides de oídas o ser un profundo entendido en ellas. Ambos conocedores, sí, pero quién duda de que el primero tendrá un conocimiento más fragmentario, y hasta equivocado, en comparación con el del segundo. Con las franjas oscuras pasaba lo mismo. Conocidas, al menos de oídas, refractariamente, por todos, para algunos eran objeto de estudio pormenorizado, mientras que había quien sólo sabía que estaban ahí, sin tener una idea muy clara de qué eran en realidad, o cuál era su cometido.
Pues bien, de los habitantes de la calle Todos, dos eran los que podemos clasificar como mayores entendidos en la cuestión. De ellos nos podemos fiar a la hora de describir las dichosas franjas oscuras. Aunque con ciertas limitaciones que tendremos que completar. Por el contrario, siendo idéntica su descripción de las mismas, era radicalmente distinta la interpretación o explicación que de ellas daban estos dos personajes.
Así las cosas, ambos tenían claro que las franjas oscuras, situadas entre las claras, eran grandes pozos con forma rectangular. Grandes huecos, trincheras, precipicios de insondable profundidad, tumbas infinitas que descendían hasta la oscuridad. De paredes perfectamente lisas, de hormigón, de ángulos rectos igual de perfectos, de tacto frio, inabarcables y ásperas. Y que conectaban con la conciencia de cada uno. Difícil de entender, y más aún de explicar, el caso es que no había duda. Esos sarcófagos eran el trance hacia la conciencia, el vaso comunicante, un milagro cambiante y caprichoso que nos habla del bien y del mal, del cómo y del porqué, del sí y del no, pero nunca del tal vez.
Coincidiendo la disposición de la estructura con forma de paso de cebra con la orientación norte – sur, ambos vecinos estaban de acuerdo en que por el extremo norte de los dos pozos rectangulares iniciaba su descenso, a lo largo/profundo de los mismos, una escalera. También de hormigón. El ancho de los peldaños de la escalera coincidía con el de las franjas oscuras, por lo que quedaban encajonados en su interior. Sin margen, siquiera, para que entre ellos y las paredes longitudinales del cajón entrara el aire. Eran un todo, un juego tridimensional. Empezando la escalera en el extremo norte, el último escalón alcanzaba, a su vez, el límite sur del rectángulo. Se apoyaba, llegado a ese punto, en el extremo inferior de la extensísima pared sur de la caja rectangular. Pared que bajaba a cuchillo desde arriba, y que recordaba inspirados proyectos para el vaciado interior de ciertas montañas isleñas. Un portento de la ingeniería creadora. La profundidad del dispositivo, aunque desconocida para nuestros expertos, sabemos ahora que era mil veces el largo de las franjas. Tampoco sabían que la oscuridad era total apenas iniciado el Descenso por la escalera. Que a la espalda del viajero sólo lo acompañaba el recuerdo de que arriba había día y noche. Aunque es cierto que poco importa el recuerdo de la claridad, o del día, cuando de lo que se trata es del Descenso por rampa de hormigón hacia nuestras conciencias.
Hasta aquí, y no es poco, llegaban las coincidencias entre ambos compañeros. Entre sus respectivos conocimientos. Las diferencias empezaban con el Descenso. Descenso que, hemos de indicarlo, ninguno de los vecinos de la calle Todos había realizado. Quien sí lo había realizado era el único habitante de la calle Tú, aislado tras la frontera y con quien no cruzaban palabra alguna. Tampoco mantenían contacto visual. De haberlo hecho le habrían pegado un tiro en la frente con sus rifles automáticos de mira telescópica.
Pues bien, ambos entendidos, ávidos lectores, empedernidos estudiosos de la nada, enfermizos coleccionistas de criterios, rocambolescos aspirantes a engrosar la lista de la trena filosófica de más insobornable mancebía, discutían y discutían, como ya se ha adelantado, sobre el significado del descenso. Sobre el significado del Descenso como categoría genérica, frente al significado del ascenso como categoría genérica. Y también sobre el significado del Descenso, concreto y específico, por la caja de hormigón que se perdía en la oscuridad en un trance directo con la conciencia de cada uno. No se me ocurre mejor disputa que esta. Dónde me tengo que apuntar, quiero participar, quiero especular, abandonar coherencias y criterios asépticos… aunque mejor sería poder hablar con el único habitante de la calle Tú, persona elegida que hace unos años bajó la escalera, peldaño tras peldaño, encajonado en un trance que lo empapaba de su propia conciencia. Quién me diera poderle dirigir la palabra, ahora que ha vuelto del más desafiante periplo, ahora que está de nuevo arriba, ahora que lo quieren matar todos los demás, todos los que no han bajado por la escalera. Por desgracia, con él no es posible hablar, nada se sabe de su experiencia, nada nos quiere contar de ella.
Siguiendo con el asunto, en vez de adelantaros de manera resumida el punto de vista de cada uno de nuestros dos estudiados amigos, lo que haré es resumir el de uno cualquiera. Siendo diametralmente opuestas sus opiniones, no os resultará complicado aventurar la del rival. Dicho lo cual, os diré que para uno de ellos el Descenso como categoría es siempre peyorativo, humillante. El Descenso es siempre sufrimiento. Y el sufrimiento no trae nunca la posterior catarsis, la posterior renovación, el posterior resurgir de que hablan religiones, visionarios y demás argumentadores y argumentaciones. Eso es una milonga de arrastrados y lacayos. Que el ave fénix no existió ni existirá jamás. Que el sufrimiento denigra y la abundancia es salutífera. Pero sobre todo que el sufrimiento denigra, duele, ensucia, incapacita, disminuye, marginaliza, precariza, machaca, hunde, mata, ensordece, entumece, ciega, pudre, extermina, condena, humilla. El sufrimiento es eso y no otra cosa, equivalente, para nuestro estudioso, a decir que el día es noche.
Imaginaros, pues, lo que entiende, en cuanto al Descenso y al sufrimiento, el otro estudioso… Para que no penséis que elijo a uno frente al otro por cuestión de simpatía, os diré que para el otro el Descenso como categoría es siempre enriquecedor, agradable. El Descenso es siempre gozo. Y el sufrimiento, entendido como descenso de los sentidos, es gozo y enriquece, y trae, además, una posterior catarsis, una renovación, el resurgir de que habla el hombre desde que es hombre. Con independencia de razas, de creencias y de épocas. En ello, en tal realidad, se apoya lo más íntimo de su existencia, descrita de manera proverbial en la figura del ave fénix. Que el sufrimiento dignifica y la abundancia corroe. Pero sobre todo que el sufrimiento dignifica, acaricia, limpia, regenera, enriquece, enaltece, mejora, embellece, eleva, sana, crea, desentumece, madura, ilumina, refuerza, indulta, glorifica. El sufrimiento es eso y no otra cosa, equivalente, para nuestro estudioso, a decir que el día es noche.
Tales son sus opiniones. Y saben que el único habitante de la calle Tú descendió. Por eso lo quieren matar de un tiro en la frente con sus rifles automáticos de mira telescópica. En el atentado coinciden amistosamente. Como en la descripción de las franjas oscuras.
En cuanto al descenso, concreto y específico, por la caja de hormigón que se perdía en la oscuridad en un trance directo con la conciencia de cada uno, seré más conciso. El primero de nuestros estudiosos piensa que cada peldaño que descendemos en trance con (y hacia) nuestra conciencia es nuestra condena. Como os podéis imaginar, el otro piensa que dicho descenso, encajonados en la franja oscura, es nuestra salvación.
Tales son sus opiniones. Y saben que el único habitante de la calle Tú descendió por la caja de hormigón que se perdía en la oscuridad en un trance directo con su propia conciencia. Por eso lo quieren matar de un tiro en la frente con sus rifles automáticos de mira telescópica. En el atentado coinciden amistosamente. Como en la descripción de las franjas oscuras. Por desgracia para ellos, con el único habitante del otro lado no han cruzado una palabra. Tampoco una mirada. Tampoco lo han visto.
Pero este estado de cosas no es eterno. Aunque ellos no lo saben, faltan quinientos años para que los hijos de sus hijos renuncien al atentado, al crimen. Renuncia que llevarán a cabo de distintas maneras. Los hijos de los hijos de uno de los estudiosos, del que cree que el descenso por la escalera es nuestra condena, cambiarán de percepción pasados esos cinco siglos. Tras esperar todo ese tiempo sin haber visto al único habitante de la calle Tú, sin haberle podido pegar el tiro en la frente, acabarán creyendo que nunca existió tal vecino. Acabarán asegurando que se trataba de un monolito oscuro que yacía, y yace, enterrado bajo la franja blanca del medio, a la misma profundidad que alcanza el último peldaño de la escalera de hormigón.
Por su parte, los hijos de los hijos del otro estudioso, del que aseguraba que el sufrimiento y el descenso son nuestra salvación, cambiarán, también, de percepción. Lo harán pasados cinco siglos. Y también renunciarán al atentado, convencidos ahora de que nunca existió tal vecino. De que realmente se trataba de un monolito oscuro de piedra pómez, perfectamente pulido, magistralmente labrado, que yacía, y yace, suspendido sobre sus cabezas, inalcanzable para la vista de cualquier ser vivo, justo encima de la franja blanca del medio.
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