lunes, 12 de septiembre de 2011

El Descenso (y 2ª parte)



-Llevamos más de quinientos años, sí, quinientos, que se dice pronto…

-Quinientos años no es nada. A quién quieres engañar con esa cuenta. Y a quién le puede interesar. Hablas de cinco siglos como si fueran el aire que respiramos, el alimento que ingerimos, como si fueran un aroma que nos repele, o una opinión que nos exalta. Pero, qué son quinientos años. Tampoco son nada un millón de escalones. Menos aún que la cifra que descansa en el gran monumento. Y ante ella no nos inclinamos. Tampoco debierais hacerlo ante los siglos. A no ser que queráis cambiar de…

-Te vuelves a equivocar. Las dos veces que hemos hablado lo has hecho. La primera vez te perdoné, y no disparé. Tenía el rifle conmigo. Hoy será distinto… Y, además, qué tendrá que ver lo que me estás diciendo con los escalones. Vuelves a caer, te restriegas en el mismo atolladero. No eres capaz de ver más allá, da igual que seas un millón de personas, o que fueras tan sólo una. O ninguna. En tu caso da igual. No entiendes nada. Incapaz. Y tampoco pareces ver nada, ni recuerdas…

-Tú lo has dicho, soy un millón de personas. Me podré equivocar, sí, qué tiene de malo. Podré no acertar, por supuesto. Pero cuando no acierto, lo hago como un millón de personas. Y de la misma manera desciendo todas esas escaleras… Tú, sin embargo, eres ninguna persona. Pobre. Cómo no te van a importar quinientos años. Más que el aire que respiras, más que el alimento que engulles. Quinientos años en los que buscar una justificación, una fecundación, un rastro de vida con el que negar tu abrumadora inexistencia. Toma mil años si quieres, o cien mil, da igual, no encontrarás nada. Qué vas a encontrar, si yo lo soy todo. Nada queda para ti. Para ninguno de vosotros. Así lo habéis querido. Somos un millón, y todos somos yo. Y cuando yo respiro, respiran todos. Cuando yo desciendo, descienden todos. Aunque los veas postrados ante el monumento. O aunque tú estés ahora aquí. Aunque estéis cortando el césped o lustrando vuestros dichosos rifles de mira telescópica. Vosotros sois ese fatídico millón menos uno. Un fatídico millón menos uno que sólo existe cuando está en mí, que lo completo y fertilizo. Sólo conmigo deja de ser ese aciago menos uno y se convierte en pleno, exacto, redondo millón. Pero sin mí, un funesto millón menos uno que, cuando intenta apuntarme con los rifles de mira telescópica, es como si apuntase a un espejo en el que sólo se ve a sí mismo. Que es como no ver nada. Porque esa es vuestra inacabada realidad, vuestra patética e inconclusa sustancia. Inexistencia, ahí la tienes, la palabra que lleváis a cuestas, la que os define mejor que ninguna otra. Vuestro apellido, y, en más de un caso, vuestra tribu, el resumen de lo que sois, vuestro corolario…

Habría que aclarar que han pasado quinientos años. Que en la calle Todos viven un millón menos uno habitantes. Que en la calle Tú sigue viviendo un sólo vecino, que completa, fecunda y fertiliza el truncado millón menos uno de la calle vecina. Que el inquilino de la calle Todos, de nombre Zenta, que habla por segunda vez con el único habitante de la calle Tú, habla solo, frente al espejo. A nadie tiene delante. Carece de interlocutor. Que la primera vez que lo hizo, me refiero a hablar con el único habitante de la calle Tú, era la primera vez en quinientos años que alguien cruzaba una mirada, o una palabra, con dicho vecino, único residente de la calle Tú. Aunque, al igual que en la segunda ocasión, esa primera vez Zenta también estaba solo y mirándose al espejo. Como ahora. Y como la próxima vez, si la hubiera. Y no sabemos por qué, aquella primera vez, cuando, por fin, lo tuvo delante, tras esperar quinientos años, este hijo de los hijos del estudioso que creía que el descenso equivalía a nuestra salvación decidió no pegarle un tiro en la frente con el rifle de mira telescópica que portaba, y, así, hacer blanco, por fin, entre los ojos del único habitante de la calle Tú…

Una explicación para lo anterior, para el inexplicable no apretar el gatillo protagonizado por Zenta, podría ser la posibilidad de que, nuevamente, se hubieran mezclado en su cabeza las extrañas ideas sobre el concepto de masa incompleta que, desde su confusa infancia, lo habían torturado y habían provocado el fracaso de todos sus intentos por disponer, en sus relaciones con los demás, desde sus padres hasta sus amigos o conocidos, de un marco fijo en el que moverse. Un encuadre, una referencia, una perspectiva que le permitiese valorar acontecimientos e interacciones personales, aciertos y decepciones. Zenta se quería ver dentro de dicho marco, o fuera, o atravesado por el mismo, eso daba igual. Lo básico era tener la referencia, el criterio preexistente, y, en base a él, valorar y actuar. Pero no era capaz de conseguirlo. Pasados los años, durante su adolescencia, había conversado durante horas y horas con sus mejores amigos sobre su fracaso y frustración a la hora de encuadrarse. La ausencia del marco fijo en el que moverse había llevado a Zenta a mezclarlo todo, a resbalar, a escurrirse, a difuminarse. A menudo valoraba en qué medida semejante desbarajuste era consecuencia directa de un terrible e inequívoco sentimiento, pulsación o sensación que lo oprimía desde que tenía uso de razón: el de pertenecer a la masa incompleta. Su involuntaria adscripción a lo Incompleto. Así lo calificaba él. Le llegaron unos pocos años más para, fruto de su desconcierto, desorientado ante la vida que llevaba, y totalmente poseído por esa incalificable, demoledora y angustiosa pulsación de pertenencia a lo incompleto, vislumbrar el final del acertijo, a saber: su propia Inexistencia. El día que compartió su descubrimiento con su mejor amigo, su pertenencia indiscutible a la masa incompleta, así como su también inexorable inexistencia, Zenta, ante la abrupta reacción de su compañero, echó en falta, más que nunca hasta esa fecha, el marco fijo en el que moverse. Sin embargo, aquella tarde, a pesar de carecer de referencias, del marco fijo que a cualquiera resulta indispensable para evitar la propia destrucción, así como la de quienes nos rodean, Zenta, milagrosamente, consiguió no extralimitarse con su amigo.

Y es que la cosa no debía resultarle nada sencilla. Para una persona como él, miembro de la masa incompleta de un millón menos uno, convencido, además, de su inexistencia, y torturado en sus relaciones afectivas y sociales por la desasosegante falta de un marco fijo en el que moverse, la vida era cuestión ardua, plagada de iniquidades, ofensas y desvelos.

Si echamos la vista atrás, nos lo encontraremos a los veinticinco años, a los cuarenta, a los catorce, o cuando sea, difuminado entre insomnios cada vez más rotundos y voraces. Soportando el unísono martirizante de sus palpitaciones ametrallándolo sin piedad bajo la almohada. Repasando con insana redundancia sus desastrosas relaciones personales. Da igual que nos centremos en su familia, que desde los quince años lo dio por imposible, en sus amigos, o en sus compañeros de trabajo. Ya no digamos si de quien hablamos es de su única pareja, que le duró tres meses, y cuyo sangriento final a cualquier persona poseedora de marco fijo en el que moverse parecerá el paradigma de la bestialidad y de la crueldad.

Ese día, por un beso inocentemente esquivado, seguido de una sinceridad pronunciada en mala hora, por un confiar en que todos somos iguales y cómo se va a tomar tan a la tremenda mí novio que yo le diga que no es insustituible, ella escuchó, por primera y última vez, el plasplás de sus bofetadas. Después, acalorada y algo magullada, decidida a darle portazo a semejante energúmeno asocial, cuando ya de espaldas a él se prestaba a salir del piso, escuchó, atónita, un incalificable brumbrumbrum, que, al darse alarmada la vuelta, identificó como exhalación de la impresionante motosierra que el inmaduro asocial de Zenta blandía con un vigor que nunca pensó lo pudiera caracterizar. Ahí dio comienzo el canto del cisne, interpretado en total evasión de entorno y realidad, como presa de un sueño asesino, el te vas a enterar, pedazozorra, para ti será un juego, pero, para mí, lo eres todo, sí, perra, haberlo pensado antes, tú para mí que eres insustituible, ya veo que yo para ti no, etc., etc. Dicho discurso, pese a carecer Zenta de un marco fijo en el que moverse en sus relaciones afectivas, coincidía, en su mayor parte, con el discurso tipo del macho reproductor catatónico asilvestrado, del tipo elocuente, que ve nublado su entendimiento de manera fatal, ofendido por alguna trivialidad o pequeñez que interrumpe el normal discurrir de los acontecimientos tendentes a la reproducción que, con tanto ahínco, ímpetu e ilusión, ejecutaba. Pero no debió ser más que una casualidad. Zenta no era especialmente locuaz, además era un inmaduro sexual que no habría sido capaz de practicar el coito con una hembra por la que sintiese algo, ya fuera amor, pasión o asco. Por último, y sobre todo, Zenta carecía del indispensable marco fijo en el que moverse en sus relaciones afectivas o sexuales. En otras palabras, el mundo, la vida, el amor o las mujeres eran, para Zenta, una tábula rasa en la que cincelar sus desvaríos. Tras el ensordecedor brumbrumbrum y el subsiguiente asombro femenil, vinieron el llanto, el pánico, la súplica y el acurrucarse indefensa contra la pared cerrando los ojos y protegiendo la cara con sus brazos, el hipo, el vientre descontrolado y un cierto mal olor, el sudor y el apretarse más y más contra la misma pared. Y volvieron el por favor y la súplica, y el comienzo de una oración, y el tartamudeo… Pronto, los acelerones de la maquina se mezclaron con una especie de flashflashflash que hicieron los brazos de la víctima justo cuando la sierra se hundió en ellos, para luego partirlos y desmembrarlos. En ese instante, el espectáculo del borboteo de la sangre era tan absorbente que no se oía más el depravado y maquinal brumbrumbrum, tampoco el cruento alarido de la sufriente, aunque sí el enfermizo silbido del cisne cantor. Demencial e incomprensible.

A pesar de lo anterior, Zenta es una víctima, un desarrapado emocional. Un ser padeciente y estigmatizado. Sus padres renegaron y reniegan de él, como lo hacen amigos, vecinos y conocidos. En cuanto al pavoroso crimen, cometido a los veinticinco años, Zenta tan sólo tuvo que rendir cuentas con la sociedad mediante un internamiento en centro penitenciario que se alargó, entre la prisión provisional y la posterior condena por un homicidio claramente atenuado, durante siete años. La discusión jurídica en su caso se centró, precisamente, en esa atenuación del homicidio, atenuación que, según el criterio de su defensor, debía concretarse en la figura de la eximente. No le dieron la razón. Qué más da… Para él, cinco siglos no son nada, así que haceros a la idea de que Zenta, de la pírrica condena, y en términos de tiempo transcurrido, ni se enteró.

Para otra cosa, sin embargo, si le valió, hablando, de nuevo, en términos de tiempo transcurrido, el periodo de internamiento. Tuvo todo el tiempo del mundo para padecer cruentos insomnios y desvelos. El concepto de masa incompleta lo carcomía y exprimía vivo. Pero no sólo eso. No sabía dónde, pero estaba seguro de que había leído los últimos datos del padrón de habitantes de la Calle Todos. Un fatídico 999.999 personas. Divididlo entre un millón y veréis qué os da. Sí, el resultado era el único habitante tras la frontera. Aquel de quien se decía que había descendido por la caja de hormigón que se perdía en la oscuridad en un trance directo con su propia conciencia. Nunca tuvo tan clara su inexistencia. La de los dos, la suya propia y la del solitario vecino de la Calle Tú. Fue, pues, en la cárcel, a partir del cuarto año de privación de libertad, cuando Zenta empezó a pensar con más claridad, diríamos que de manera casi infalible, en la posibilidad de que, siendo él un hijo de los hijos del estudioso que creía que el descenso supone nuestra salvación, su crimen inconmensurable y caprichoso, tan lleno de sangre, tan aparatoso y cruel, tan demencial, demostraba la no existencia del totémico único habitante de la Calle Tú. Entre el crimen carnal, entre su propia inexistencia y la milagrosa operación aritmética, Zenta no tenía duda alguna. Desde ese momento, su vida se dotó de un marco fijo en el que moverse: el totémico habitante único de la calle Tú, y el encontrarse, por fin, con él, ambos inexistentes.

Ahora, a raíz del surgimiento de un marco fijo en el que moverse, su pensamiento, de manera totalmente compulsiva, se aferró a esa nueva idea. Que mezclada con sus anteriores obsesiones daba un mejunje que nada bueno hacía presagiar. Entre el dogma adoraticio del vecino de la calle Tú, los resbaladizos conceptos de masa incompleta e inexistencia que lo acompañaban desde sus primeros días, unido ello al ansía por encontrarse con su igual, ambos seres inexistentes, Zenta abandonó, para siempre, el escaso respeto que mantenía por sí mismo.

Y decidió esperar a que llegara el encuentro. Y pasaron varios años. Y siguió esperando. Y siguieron pasando los años. Y se miró repetidamente en el espejo. Y se desentendió del rifle criminal del que se habla desde hace cinco siglos en el dogma adoraticio. Y se desentendió, también, del irrealizable tiro, justo entre los ojos. Y valoró la posibilidad de que se hubiera equivocado a la hora de concebir el marco fijo en el que moverse, marco que, en realidad, lo que había provocado era su absoluta parálisis. Y se cansó.

Tenía que actuar, lo había decidido presa de su obsesión. No volvería a hablar con el único vecino de la calle Tú mirándose en el espejo de su casa. Habían pasado dieciocho años desde su salida de prisión. Dieciocho años, pues, desde que su vida había adquirido un marco fijo en el que moverse. Dieciocho largos años durante los cuales, Zenta, aferrado su pensamiento a la obsesión por unirse a su compañero de inexistencia, había esperado dicho encuentro como único fin o sentido de su vida. Pero se había acabado, había dicho basta, y había vuelto a empuñar su rifle automático de mira telescópica. Antes de salir de casa, rifle en ristre, rompió el espejo en el que se miraba cuando hablaba con él. Se sintió, al igual que se había sentido con veinticinco años, como un cisne antes de entonar su canto. El marco fijo en el que moverse se desvaneció de repente. Mejor así, para qué lo quería. Caminó hasta el límite de la calle Todos. Hasta el lugar donde están situadas las torres de vigilancia. Subió a una de ellas. Podía ver con total claridad la Calle Frontera. También parte de la Calle Tú. Cargó el fusil y apuntó. Disparó tres veces y tres veces hizo blanco entre los ojos del único habitante de la Calle Tú. Éste se desplomó de medio lado, muerto en el acto. No se oía nada, sólo el borboteo de una sangre que, rápidamente, formó un desagradable charco alrededor de la víctima. Se acordó de cuando le negaron inocentemente un beso de colegial. Pensó para sí: tú lo has querido, y, dando media vuelta, bajó de la torre vigía y volvió a su casa, ahora sin el rifle.

Coincidiendo con el preciso instante en que Zenta apretaba, por fin, el gatillo, justo en ese momento, los líderes de los hijos de los hijos del estudioso que opinaba que el descenso era nuestra salvación, reunidos con los líderes de los hijos de los hijos del estudioso que opinaba que el descenso era nuestra condena, hacían un importante anuncio conjunto. Habían llegado a un acuerdo que revestiría la forma de nuevo dogma, a saber: Que el único vecino de la calle Tú, ignorando ellos que esa misma persona yacía ahora en medio de un charco de sangre en el suelo, la misma persona que acababa de asesinar Zenta, no existía. ¿Cómo? Ni había existido jamás. ¿Qué? Era una entelequia. No puede ser. Hemos dicho, dijeron. Aclarado, pues, que no se trataba de persona alguna, los líderes de ambos grupos sí reconocieron que la entelequia tenía forma de monolito y que era oscuro. Para mantener su carácter de grupo/tribu, básico si pensamos en términos de subsistencia, también habían acordado el sentido y alcance de sus diferencias. Para unos, el monolito yacería enterrado bajo la franja blanca del medio, a la misma profundidad que alcanza el último peldaño de la escalera de hormigón. Para otros, el monolito, que era de piedra pómez, yacería suspendido sobre sus cabezas, inalcanzable para la vista de cualquier ser vivo, justo encima de la franja blanca del medio.

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