El monstruo ya había abierto las fauces. Babeaba de rabia. Los cachorros de las vanguardias lo recuerdan con precisión: el idealismo patológico, el terruño anhelado y no constituido como entidad en derecho reconocida, las revoluciones y el radicalismo… no sé quien ya había dicho a finales del S. XVIII que, a falta de buen tiempo, en Alemania las revoluciones se hicieron en la música. Entiéndase por ello que de puertas adentro, sentados ante el piano o ante el folio, pensando e idealizando, radicalizándose o abstrayéndose. Qué peligro. En principio, la algarabía pública sólo al final, cuando la habitación es lo más parecido al infierno y las paredes no hacen más que oprimirnos la cabeza.
Olvidémonos del encanto y la elegancia del decorado, de la superficie y del paisaje. Dentro de la habitación, la obsesión por ir al fondo de las cosas hace estragos. A ello unamos esa proverbial capacidad teutona que tan bien definió el fenómeno EMCioran: “La capacidad de aguante de los alemanes no tiene límites; y ello hasta en la locura: Nietzsche soportó la suya once años, Hölderlin cuarenta.”
Como ya quedó dicho en la primera entrega de estos antecedentes: “al otro lado de la futura línea Maginot, salvado el Rin, también se cocía algo. A diferencia de sus vecinos del oeste, nuestros nuevos protagonistas se las gastaban más épicas que líricas, y más aún, metafísicas, más de fondo que formales, más Dolomíticas que Saboyanas.” Estas paranoias de habitación, fruto del aire enrarecido y del taladro mental, son cosa seria. Baste decir que en Alemán existe una palabra “erkenntnisekel” (literalmente: nausea del conocimiento) intraducible a otros idiomas que define las arcadas y vomitona, el mal cuerpo y concreto desasosiego que produce el exceso de pensamiento.
A diferencia de los gabachos, más tendentes a cambiar la indumentaria de un maniquí que permanece inalterado, crucemos el Rin y nos encontraremos con el propio maniquí desmembrado y destrozado. Poco importan aquí los cambios estéticos en su indumentaria, simple superficialidad mediterránea para ellos. Lo suyo es arrasar con el maniquí, con la convención, con la regla. Obsesionarse y enfermar. Qué tragedia.
Cuarenta años de encierro en una habitación llegaron para que Federico Hölderlin desvistiese a las palabras de su significado e hiciese piruetas musicales con ellas. Muchos menos años de vomitona cerebral le llegaron a Federico Nietzsche para arramplar con convencionalismos y demás batracios. Venga superhombres y anticristos, venga humanos demasiado humanos.
El decadentismo Austrohúngaro, el plomizo ideal de un Reich Pangermánico, las vomitonas de meninges, las cuchilladas al maniquí musical protagonizadas por Arnold Schönberg, Anton Webern y Alban Berg, la falta de luz, un fin de viaje metafísico en el que el hombre se convierte en dios, y no al revés… el estudio de los sueños y el psicoanálisis. La primera guerra mundial y sus trincheras, el expresionismo y lo grotesco… para muchos la perversión más abyecta: cómo iba a resistir semejantes desbarajustes la victima de nuestro alabado magnicidio. Al final, entre el mazo teutón y el cepillo gabacho, le machacaron la cabeza y recogieron sus restos, que debieron quedar apilados en alguna trinchera del Somme.
Olvidémonos del encanto y la elegancia del decorado, de la superficie y del paisaje. Dentro de la habitación, la obsesión por ir al fondo de las cosas hace estragos. A ello unamos esa proverbial capacidad teutona que tan bien definió el fenómeno EMCioran: “La capacidad de aguante de los alemanes no tiene límites; y ello hasta en la locura: Nietzsche soportó la suya once años, Hölderlin cuarenta.”
Como ya quedó dicho en la primera entrega de estos antecedentes: “al otro lado de la futura línea Maginot, salvado el Rin, también se cocía algo. A diferencia de sus vecinos del oeste, nuestros nuevos protagonistas se las gastaban más épicas que líricas, y más aún, metafísicas, más de fondo que formales, más Dolomíticas que Saboyanas.” Estas paranoias de habitación, fruto del aire enrarecido y del taladro mental, son cosa seria. Baste decir que en Alemán existe una palabra “erkenntnisekel” (literalmente: nausea del conocimiento) intraducible a otros idiomas que define las arcadas y vomitona, el mal cuerpo y concreto desasosiego que produce el exceso de pensamiento.
A diferencia de los gabachos, más tendentes a cambiar la indumentaria de un maniquí que permanece inalterado, crucemos el Rin y nos encontraremos con el propio maniquí desmembrado y destrozado. Poco importan aquí los cambios estéticos en su indumentaria, simple superficialidad mediterránea para ellos. Lo suyo es arrasar con el maniquí, con la convención, con la regla. Obsesionarse y enfermar. Qué tragedia.
Cuarenta años de encierro en una habitación llegaron para que Federico Hölderlin desvistiese a las palabras de su significado e hiciese piruetas musicales con ellas. Muchos menos años de vomitona cerebral le llegaron a Federico Nietzsche para arramplar con convencionalismos y demás batracios. Venga superhombres y anticristos, venga humanos demasiado humanos.
El decadentismo Austrohúngaro, el plomizo ideal de un Reich Pangermánico, las vomitonas de meninges, las cuchilladas al maniquí musical protagonizadas por Arnold Schönberg, Anton Webern y Alban Berg, la falta de luz, un fin de viaje metafísico en el que el hombre se convierte en dios, y no al revés… el estudio de los sueños y el psicoanálisis. La primera guerra mundial y sus trincheras, el expresionismo y lo grotesco… para muchos la perversión más abyecta: cómo iba a resistir semejantes desbarajustes la victima de nuestro alabado magnicidio. Al final, entre el mazo teutón y el cepillo gabacho, le machacaron la cabeza y recogieron sus restos, que debieron quedar apilados en alguna trinchera del Somme.
En todo este fregao, la flema Albión pinta poco. En el crimen participaron, pasaban por ahí y se dejaron llevar por un impulso destructor, no hay duda, tienen las manos algo manchadas de sangre. Pero en la gestación del mismo, en sus antecedentes, más bien no.