viernes, 30 de septiembre de 2011

Mamotretos Siglo XXI (Árbol de humo)



Ratatatatá… Señor, sí señor… levaaanten, ar! Aquí mi pistola, aquí mi fusil… Poned la mente en blanco, pantalla de cine gigante. Sólo se permiten tres películas, memorables, enfermizas, impactantes. Más, quiero más, quitadle la voz que no hace falta, lo mejor de lo mejor.

Si seguimos con la mente en blanco, esa tremenda Apocalipsis now, esa tremenda El cazador, esa tremenda La chaqueta metálica, trío flamígero, esas tremendas tres tienen una hermana de sangre, la tremenda Árbol de humo… Qué película que escribió hace cinco añitos Herr Denis Johnson. Que quién es él, pues qué más da. Hasta hace unos días no tenía idea. Ahora poco más sé, pero qué película que escribió el Herr… y sin saber si estuvo o no en la ensaladera asiática, yo me creo todo lo que dice.

Lo que nos cuenta Johnson a lo largo de Árbol de humo, nos pega al asiento, lo que divaga, nos pega al asiento, lo que elucubra, nos pega al asiento, pero, sobre todo, lo que especula, porque sí, Denis especula, cómo nos gusta, nos dispara del asiento, entusiasmados, eufóricos, imaginando planes torticeros, criminales, infames, y presionamos el botón eject! que decía en nuestra cabina del Phantom F4 al lado del otro botón del FIRE!… y salimos disparados, detengan este colosal sinsentido de achicharramiento masivo, como quema la dichosa palanca…

Y el Sr. Denis, que escribió su película en pleno S. XXI, con un metraje que recuerda al que caracteriza a otros de nuestros favoritos, sí sí, Pynchon y ..., y también al coloso sin igual DFW, qué manía la de estos persoeiros, venga seiscientas paginazas ensuciadas con esa diminuta letrita hipnótica y miope del Sr. Denis, otro Cachalote milypico, nos tiene pensando que hay que ver qué pasada la historia que se sacó de la manga en esos años de histeria de bloques en el sudeste de Asia… Y entonces, cómo no pensar en las tres tremendas movies que nos entusiasman, y en el rollo hormonal testosterónico, ese que dicen que está tan superado, qué primarios, sí, lo que quieras, estoy de acuerdo, pero… Y encima te ponen el Voodoo Child (slight return) de sonórica banda sónica sonora, a tropocientos mil millones de decibelios por milímetro cuadrado de oreja, que soy todo oreja cuando oigo que JIMI pisa el Crybaby y la Fender dice WAH!! en su futurista Voodoo Child (slight return) insuperable cómo suena es increíble, y quién puede controlar semejantes estímulos visuales y sonoros, y entonces sí, sí, muy superado todo eso del arcaísmo hormonal testosterónico... pero disparen a eso que se mueve, es un pobre anciano, da lo mismo tiene dos ojos rasgados, fuego fire, no, era un niño, es tarde, da lo mismo, ar!…

Bueno, bueno… Herr Denis nos dejó temblando con su última entrega bélica. Con la emoción de semejante pepinazo escrito, muy recomendable, ar!, ya me he agenciado su primer librito: Ángeles derrotados… ahora empiezo con él. Veamos cómo se las gastaba con treinta y pocos tacos nuestro amigo DJohnson… del que sabemos que, con cincuenta y pico, escribía unos libros tremendos… y especulativos.

viernes, 16 de septiembre de 2011

El cielo en llamas



Esta es una tremenda recopilación de cuentos, obra del escritor que lleva por apellido un Aeropuerto. También es munición de la buena para quien sienta por nuestros vecinos del Oeste, o Sur, según dónde estéis, cierta simpatía. Mejor munición, aún, para quien sienta por nuestros vecinos del Norte cierta antipatía.

Digamos que los franchutes tienen acaparado eso del modernismo literario. Con razón o sin ella, a nosotros nos importa poco. Y nos importa poco porque estamos hasta las mismísimas naringes, de que, caiga donde caiga nuestra lectora mirada, nos vengan siempre con la misma historia, con el mismo discurso… y es que parece que sólo en La France se escribieron novelitas modernas de cierto nivel en el paso del XIX al XX…

Sí, sí, sabedlo, todos esos literatos “malditos” gabachos, tan modernos ellos, algunos tan buenos escritores y otros tan malos, no cogerían nunca un avión con destino o salida en el aeropuerto de nuestro amigo. Porque nuestro amigo, el escritor con nombre de pista de aterrizaje, hay qué ver qué guiño futurista sin igual el suyo, puesto a moderno, puesto a simbolista, puesto a naturalista, constructivista o yoquéséista, puesto a eficaz en sus metáforas, puesto a decadente y vividor en sus acciones, puesto a virtuoso en su escritura, puesto a más adjetivo que sustantivo, puesto a me quedo en la superficie, que en el fondo ya están teutónicos otros, puesto a todo lo que vosotros queráis modernamente entre diecinueves y veintes, se sale, racha, fuera de concurso. Pero se sale de verdad, a lo bestia. No le llega con la pista de despegué, necesita otra. Le resulta tan fácil escribir modernamente, y le queda tan modernamente bien escribir de esa modernísima manera, que estoy seguro de que no se ha traducido su obra al francés. Y si se hizo, seguro que se hizo de manera chapucera y saboteadora, para así mantener intacta la grandeur

Todo ello muy modernamente… Ahora bien, no gustándoos leer modernamente, qué tíos tan empalagosos, qué superados están, si preferís otros yoquéséismos más sobrios o robustos, mejor dejad a Mário tranquilo. Porque os va a empalagar tanto que la glucosa acumulada en vuestros ojos no os va a dejar ver la mentada pista de aterrizaje. Aunque realmente yo probaría… porque Mário Aeropuerto tiene un punto. Os digo que hay muchas posibilidades de que os guste, aún en el caso de que, en vez de leer modernamente, leáis sin más, así como quien dice leer al desnudo, cosa que me gustaría conseguir algún día vestido… sin más, actualmente desnudo, pero vestido.

De las muchas maneras que hay de leer, la de leer actualmente desnudo, pero vestido, me interesa especialmente. Otras muchas ya las he practicado y no son para tanto. Acostado, sentado y de pie son tres variantes que domino a la perfección. De ellas prefiero sentado, sin duda alguna. También he practicado la lectura con los ojos abiertos, cerrados, de soslayo y hasta mirando descaradamente a cualquier otro sitio, menos al libro que cogía con las manos. Otras variantes, sin embargo, no he conseguido, ya no dominar, es que ni siquiera poner en práctica, pues, por muchas vueltas que le doy al asunto, no se me ocurre en qué pueden consistir estas... variantes de las que sí he oído a otros hablar. Gente que dice leer, y hasta escribir, de manera: ¿denunciadoramente? ¿socialmente?, ¿comprometidamente?, ¿coherentemente? ¿entérminosdepaísmente?, y un largo etcétera de chorradasmente

Pero no perdamos el hilo, que no es otro que eso de leer actualmente desnudo, pero vestido. Cuando sea capaz de dominar la técnica de que os hablo, voy a coger de la estantería un libro de un escritor que tengo catalogado como estupidísimo él, aunque sus libros, y éste en el que pienso en especial, son realmente insuperables. Gloriosos. Qué le vamos a hacer, así es la cosa. A pesar de ello, de parir libros impresionantes, este desorientado redomado, será para compensar tanto bueno con algo de bluff, no se cansa de propagar a los cuatro vientos sandeces mix de todo tipo. Entre ellas, una que me intriga sobremanera, pues dice nuestro estúpido amigo que él es un escritor objetivo, que hace literatura denuncia y comprometida y social y coherente y que escribe en términos de país ¿?… Leyendo como lo hago en la actualidad, a saber: sentado, espalda recta, ojos abiertos y mirando al libro cuyas páginas voy pasando a medida que las voy leyendo, yo soy incapaz de relacionar estos palabrajos tan modernista simbólico decadentes con los espectaculares libros del Sr. Desorientado. Por eso quiero probar a leerlos actualmente desnudo, pero vestido. A ver si así me entero de algo de lo que de sí mismo dice este fenómeno…

lunes, 12 de septiembre de 2011

El Descenso (y 2ª parte)



-Llevamos más de quinientos años, sí, quinientos, que se dice pronto…

-Quinientos años no es nada. A quién quieres engañar con esa cuenta. Y a quién le puede interesar. Hablas de cinco siglos como si fueran el aire que respiramos, el alimento que ingerimos, como si fueran un aroma que nos repele, o una opinión que nos exalta. Pero, qué son quinientos años. Tampoco son nada un millón de escalones. Menos aún que la cifra que descansa en el gran monumento. Y ante ella no nos inclinamos. Tampoco debierais hacerlo ante los siglos. A no ser que queráis cambiar de…

-Te vuelves a equivocar. Las dos veces que hemos hablado lo has hecho. La primera vez te perdoné, y no disparé. Tenía el rifle conmigo. Hoy será distinto… Y, además, qué tendrá que ver lo que me estás diciendo con los escalones. Vuelves a caer, te restriegas en el mismo atolladero. No eres capaz de ver más allá, da igual que seas un millón de personas, o que fueras tan sólo una. O ninguna. En tu caso da igual. No entiendes nada. Incapaz. Y tampoco pareces ver nada, ni recuerdas…

-Tú lo has dicho, soy un millón de personas. Me podré equivocar, sí, qué tiene de malo. Podré no acertar, por supuesto. Pero cuando no acierto, lo hago como un millón de personas. Y de la misma manera desciendo todas esas escaleras… Tú, sin embargo, eres ninguna persona. Pobre. Cómo no te van a importar quinientos años. Más que el aire que respiras, más que el alimento que engulles. Quinientos años en los que buscar una justificación, una fecundación, un rastro de vida con el que negar tu abrumadora inexistencia. Toma mil años si quieres, o cien mil, da igual, no encontrarás nada. Qué vas a encontrar, si yo lo soy todo. Nada queda para ti. Para ninguno de vosotros. Así lo habéis querido. Somos un millón, y todos somos yo. Y cuando yo respiro, respiran todos. Cuando yo desciendo, descienden todos. Aunque los veas postrados ante el monumento. O aunque tú estés ahora aquí. Aunque estéis cortando el césped o lustrando vuestros dichosos rifles de mira telescópica. Vosotros sois ese fatídico millón menos uno. Un fatídico millón menos uno que sólo existe cuando está en mí, que lo completo y fertilizo. Sólo conmigo deja de ser ese aciago menos uno y se convierte en pleno, exacto, redondo millón. Pero sin mí, un funesto millón menos uno que, cuando intenta apuntarme con los rifles de mira telescópica, es como si apuntase a un espejo en el que sólo se ve a sí mismo. Que es como no ver nada. Porque esa es vuestra inacabada realidad, vuestra patética e inconclusa sustancia. Inexistencia, ahí la tienes, la palabra que lleváis a cuestas, la que os define mejor que ninguna otra. Vuestro apellido, y, en más de un caso, vuestra tribu, el resumen de lo que sois, vuestro corolario…

Habría que aclarar que han pasado quinientos años. Que en la calle Todos viven un millón menos uno habitantes. Que en la calle Tú sigue viviendo un sólo vecino, que completa, fecunda y fertiliza el truncado millón menos uno de la calle vecina. Que el inquilino de la calle Todos, de nombre Zenta, que habla por segunda vez con el único habitante de la calle Tú, habla solo, frente al espejo. A nadie tiene delante. Carece de interlocutor. Que la primera vez que lo hizo, me refiero a hablar con el único habitante de la calle Tú, era la primera vez en quinientos años que alguien cruzaba una mirada, o una palabra, con dicho vecino, único residente de la calle Tú. Aunque, al igual que en la segunda ocasión, esa primera vez Zenta también estaba solo y mirándose al espejo. Como ahora. Y como la próxima vez, si la hubiera. Y no sabemos por qué, aquella primera vez, cuando, por fin, lo tuvo delante, tras esperar quinientos años, este hijo de los hijos del estudioso que creía que el descenso equivalía a nuestra salvación decidió no pegarle un tiro en la frente con el rifle de mira telescópica que portaba, y, así, hacer blanco, por fin, entre los ojos del único habitante de la calle Tú…

Una explicación para lo anterior, para el inexplicable no apretar el gatillo protagonizado por Zenta, podría ser la posibilidad de que, nuevamente, se hubieran mezclado en su cabeza las extrañas ideas sobre el concepto de masa incompleta que, desde su confusa infancia, lo habían torturado y habían provocado el fracaso de todos sus intentos por disponer, en sus relaciones con los demás, desde sus padres hasta sus amigos o conocidos, de un marco fijo en el que moverse. Un encuadre, una referencia, una perspectiva que le permitiese valorar acontecimientos e interacciones personales, aciertos y decepciones. Zenta se quería ver dentro de dicho marco, o fuera, o atravesado por el mismo, eso daba igual. Lo básico era tener la referencia, el criterio preexistente, y, en base a él, valorar y actuar. Pero no era capaz de conseguirlo. Pasados los años, durante su adolescencia, había conversado durante horas y horas con sus mejores amigos sobre su fracaso y frustración a la hora de encuadrarse. La ausencia del marco fijo en el que moverse había llevado a Zenta a mezclarlo todo, a resbalar, a escurrirse, a difuminarse. A menudo valoraba en qué medida semejante desbarajuste era consecuencia directa de un terrible e inequívoco sentimiento, pulsación o sensación que lo oprimía desde que tenía uso de razón: el de pertenecer a la masa incompleta. Su involuntaria adscripción a lo Incompleto. Así lo calificaba él. Le llegaron unos pocos años más para, fruto de su desconcierto, desorientado ante la vida que llevaba, y totalmente poseído por esa incalificable, demoledora y angustiosa pulsación de pertenencia a lo incompleto, vislumbrar el final del acertijo, a saber: su propia Inexistencia. El día que compartió su descubrimiento con su mejor amigo, su pertenencia indiscutible a la masa incompleta, así como su también inexorable inexistencia, Zenta, ante la abrupta reacción de su compañero, echó en falta, más que nunca hasta esa fecha, el marco fijo en el que moverse. Sin embargo, aquella tarde, a pesar de carecer de referencias, del marco fijo que a cualquiera resulta indispensable para evitar la propia destrucción, así como la de quienes nos rodean, Zenta, milagrosamente, consiguió no extralimitarse con su amigo.

Y es que la cosa no debía resultarle nada sencilla. Para una persona como él, miembro de la masa incompleta de un millón menos uno, convencido, además, de su inexistencia, y torturado en sus relaciones afectivas y sociales por la desasosegante falta de un marco fijo en el que moverse, la vida era cuestión ardua, plagada de iniquidades, ofensas y desvelos.

Si echamos la vista atrás, nos lo encontraremos a los veinticinco años, a los cuarenta, a los catorce, o cuando sea, difuminado entre insomnios cada vez más rotundos y voraces. Soportando el unísono martirizante de sus palpitaciones ametrallándolo sin piedad bajo la almohada. Repasando con insana redundancia sus desastrosas relaciones personales. Da igual que nos centremos en su familia, que desde los quince años lo dio por imposible, en sus amigos, o en sus compañeros de trabajo. Ya no digamos si de quien hablamos es de su única pareja, que le duró tres meses, y cuyo sangriento final a cualquier persona poseedora de marco fijo en el que moverse parecerá el paradigma de la bestialidad y de la crueldad.

Ese día, por un beso inocentemente esquivado, seguido de una sinceridad pronunciada en mala hora, por un confiar en que todos somos iguales y cómo se va a tomar tan a la tremenda mí novio que yo le diga que no es insustituible, ella escuchó, por primera y última vez, el plasplás de sus bofetadas. Después, acalorada y algo magullada, decidida a darle portazo a semejante energúmeno asocial, cuando ya de espaldas a él se prestaba a salir del piso, escuchó, atónita, un incalificable brumbrumbrum, que, al darse alarmada la vuelta, identificó como exhalación de la impresionante motosierra que el inmaduro asocial de Zenta blandía con un vigor que nunca pensó lo pudiera caracterizar. Ahí dio comienzo el canto del cisne, interpretado en total evasión de entorno y realidad, como presa de un sueño asesino, el te vas a enterar, pedazozorra, para ti será un juego, pero, para mí, lo eres todo, sí, perra, haberlo pensado antes, tú para mí que eres insustituible, ya veo que yo para ti no, etc., etc. Dicho discurso, pese a carecer Zenta de un marco fijo en el que moverse en sus relaciones afectivas, coincidía, en su mayor parte, con el discurso tipo del macho reproductor catatónico asilvestrado, del tipo elocuente, que ve nublado su entendimiento de manera fatal, ofendido por alguna trivialidad o pequeñez que interrumpe el normal discurrir de los acontecimientos tendentes a la reproducción que, con tanto ahínco, ímpetu e ilusión, ejecutaba. Pero no debió ser más que una casualidad. Zenta no era especialmente locuaz, además era un inmaduro sexual que no habría sido capaz de practicar el coito con una hembra por la que sintiese algo, ya fuera amor, pasión o asco. Por último, y sobre todo, Zenta carecía del indispensable marco fijo en el que moverse en sus relaciones afectivas o sexuales. En otras palabras, el mundo, la vida, el amor o las mujeres eran, para Zenta, una tábula rasa en la que cincelar sus desvaríos. Tras el ensordecedor brumbrumbrum y el subsiguiente asombro femenil, vinieron el llanto, el pánico, la súplica y el acurrucarse indefensa contra la pared cerrando los ojos y protegiendo la cara con sus brazos, el hipo, el vientre descontrolado y un cierto mal olor, el sudor y el apretarse más y más contra la misma pared. Y volvieron el por favor y la súplica, y el comienzo de una oración, y el tartamudeo… Pronto, los acelerones de la maquina se mezclaron con una especie de flashflashflash que hicieron los brazos de la víctima justo cuando la sierra se hundió en ellos, para luego partirlos y desmembrarlos. En ese instante, el espectáculo del borboteo de la sangre era tan absorbente que no se oía más el depravado y maquinal brumbrumbrum, tampoco el cruento alarido de la sufriente, aunque sí el enfermizo silbido del cisne cantor. Demencial e incomprensible.

A pesar de lo anterior, Zenta es una víctima, un desarrapado emocional. Un ser padeciente y estigmatizado. Sus padres renegaron y reniegan de él, como lo hacen amigos, vecinos y conocidos. En cuanto al pavoroso crimen, cometido a los veinticinco años, Zenta tan sólo tuvo que rendir cuentas con la sociedad mediante un internamiento en centro penitenciario que se alargó, entre la prisión provisional y la posterior condena por un homicidio claramente atenuado, durante siete años. La discusión jurídica en su caso se centró, precisamente, en esa atenuación del homicidio, atenuación que, según el criterio de su defensor, debía concretarse en la figura de la eximente. No le dieron la razón. Qué más da… Para él, cinco siglos no son nada, así que haceros a la idea de que Zenta, de la pírrica condena, y en términos de tiempo transcurrido, ni se enteró.

Para otra cosa, sin embargo, si le valió, hablando, de nuevo, en términos de tiempo transcurrido, el periodo de internamiento. Tuvo todo el tiempo del mundo para padecer cruentos insomnios y desvelos. El concepto de masa incompleta lo carcomía y exprimía vivo. Pero no sólo eso. No sabía dónde, pero estaba seguro de que había leído los últimos datos del padrón de habitantes de la Calle Todos. Un fatídico 999.999 personas. Divididlo entre un millón y veréis qué os da. Sí, el resultado era el único habitante tras la frontera. Aquel de quien se decía que había descendido por la caja de hormigón que se perdía en la oscuridad en un trance directo con su propia conciencia. Nunca tuvo tan clara su inexistencia. La de los dos, la suya propia y la del solitario vecino de la Calle Tú. Fue, pues, en la cárcel, a partir del cuarto año de privación de libertad, cuando Zenta empezó a pensar con más claridad, diríamos que de manera casi infalible, en la posibilidad de que, siendo él un hijo de los hijos del estudioso que creía que el descenso supone nuestra salvación, su crimen inconmensurable y caprichoso, tan lleno de sangre, tan aparatoso y cruel, tan demencial, demostraba la no existencia del totémico único habitante de la Calle Tú. Entre el crimen carnal, entre su propia inexistencia y la milagrosa operación aritmética, Zenta no tenía duda alguna. Desde ese momento, su vida se dotó de un marco fijo en el que moverse: el totémico habitante único de la calle Tú, y el encontrarse, por fin, con él, ambos inexistentes.

Ahora, a raíz del surgimiento de un marco fijo en el que moverse, su pensamiento, de manera totalmente compulsiva, se aferró a esa nueva idea. Que mezclada con sus anteriores obsesiones daba un mejunje que nada bueno hacía presagiar. Entre el dogma adoraticio del vecino de la calle Tú, los resbaladizos conceptos de masa incompleta e inexistencia que lo acompañaban desde sus primeros días, unido ello al ansía por encontrarse con su igual, ambos seres inexistentes, Zenta abandonó, para siempre, el escaso respeto que mantenía por sí mismo.

Y decidió esperar a que llegara el encuentro. Y pasaron varios años. Y siguió esperando. Y siguieron pasando los años. Y se miró repetidamente en el espejo. Y se desentendió del rifle criminal del que se habla desde hace cinco siglos en el dogma adoraticio. Y se desentendió, también, del irrealizable tiro, justo entre los ojos. Y valoró la posibilidad de que se hubiera equivocado a la hora de concebir el marco fijo en el que moverse, marco que, en realidad, lo que había provocado era su absoluta parálisis. Y se cansó.

Tenía que actuar, lo había decidido presa de su obsesión. No volvería a hablar con el único vecino de la calle Tú mirándose en el espejo de su casa. Habían pasado dieciocho años desde su salida de prisión. Dieciocho años, pues, desde que su vida había adquirido un marco fijo en el que moverse. Dieciocho largos años durante los cuales, Zenta, aferrado su pensamiento a la obsesión por unirse a su compañero de inexistencia, había esperado dicho encuentro como único fin o sentido de su vida. Pero se había acabado, había dicho basta, y había vuelto a empuñar su rifle automático de mira telescópica. Antes de salir de casa, rifle en ristre, rompió el espejo en el que se miraba cuando hablaba con él. Se sintió, al igual que se había sentido con veinticinco años, como un cisne antes de entonar su canto. El marco fijo en el que moverse se desvaneció de repente. Mejor así, para qué lo quería. Caminó hasta el límite de la calle Todos. Hasta el lugar donde están situadas las torres de vigilancia. Subió a una de ellas. Podía ver con total claridad la Calle Frontera. También parte de la Calle Tú. Cargó el fusil y apuntó. Disparó tres veces y tres veces hizo blanco entre los ojos del único habitante de la Calle Tú. Éste se desplomó de medio lado, muerto en el acto. No se oía nada, sólo el borboteo de una sangre que, rápidamente, formó un desagradable charco alrededor de la víctima. Se acordó de cuando le negaron inocentemente un beso de colegial. Pensó para sí: tú lo has querido, y, dando media vuelta, bajó de la torre vigía y volvió a su casa, ahora sin el rifle.

Coincidiendo con el preciso instante en que Zenta apretaba, por fin, el gatillo, justo en ese momento, los líderes de los hijos de los hijos del estudioso que opinaba que el descenso era nuestra salvación, reunidos con los líderes de los hijos de los hijos del estudioso que opinaba que el descenso era nuestra condena, hacían un importante anuncio conjunto. Habían llegado a un acuerdo que revestiría la forma de nuevo dogma, a saber: Que el único vecino de la calle Tú, ignorando ellos que esa misma persona yacía ahora en medio de un charco de sangre en el suelo, la misma persona que acababa de asesinar Zenta, no existía. ¿Cómo? Ni había existido jamás. ¿Qué? Era una entelequia. No puede ser. Hemos dicho, dijeron. Aclarado, pues, que no se trataba de persona alguna, los líderes de ambos grupos sí reconocieron que la entelequia tenía forma de monolito y que era oscuro. Para mantener su carácter de grupo/tribu, básico si pensamos en términos de subsistencia, también habían acordado el sentido y alcance de sus diferencias. Para unos, el monolito yacería enterrado bajo la franja blanca del medio, a la misma profundidad que alcanza el último peldaño de la escalera de hormigón. Para otros, el monolito, que era de piedra pómez, yacería suspendido sobre sus cabezas, inalcanzable para la vista de cualquier ser vivo, justo encima de la franja blanca del medio.

sábado, 3 de septiembre de 2011

El Descenso (1ª parte)



Las franjas blancas: Tres calles. Ése es el número de las que había en la ciudad. Distribuidas de manera perfecta, representaban las franjas blancas de un paso de peatones. Su longitud recordaba a la de las pistas de aterrizaje de las tristemente célebres islas del Pacífico. Mediados los cuarenta en aquellos días de metrallazos.

De distribución y longitud, pues, previsibles, los nombres de las calles lo eran aún más. Las situadas en ambos extremos de la estructura llevaban por nombre “Aquí vivimos todos” y “Allí vives tú”. Coloquialmente a la primera se la conocía como calle Todos y a la otra como calle . La que quedaba en medio de las anteriores se denominaba “Frontera, no cruzar”. Su autoritario nombre sólo era legible situados en la calle Aquí vives tú. Desde las dos calles vecinas no se podía leer el cartel indicativo.

Todos los vecinos, a excepción de uno, vivían en “Aquí vivimos todos”. En la calle Frontera, que realmente era un baldío, no había ninguna construcción y nadie la habitaba. Era una franja de terreno, de cincuenta metros de ancho y de la misma longitud que las demás, en la que tan sólo se habían instalado unas farolas, regularmente asentadas cada ciento cincuenta metros. Su luz era parda, sospechosa y esquiva. Lo único que alumbraban era el césped que, desde hacía años, invadía toda la calle, con algunas manchas de tierra, y otras de cemento, aquí y allí. Un conjunto más bien desolado. Un espectáculo caduco, triste, que transmitía un vivir abandonado, sin salidas, perezoso. Cada cierto tiempo, algunos de los vecinos que residían en la calle Todos, cortaban el césped. Les llevaba más de una semana, tiempo durante el cual nunca coincidieron, y hablamos de simple contacto visual, con el único vecino de la calle Tú. En esta calle, de las numerosas viviendas que se habían levantado hacía cincuenta años, tan sólo quedaba, a estas alturas, una casa: la de su solitario poblador. Vivienda que estaba rodeada por un enorme descampado, ninguna farola y varios bancos. También por los restos de algunas de las antiguas casas que hacía años habían proliferado a lo largo de toda la calle y cuyas ruinas daban ahora un aspecto a la misma aún más desolado que el de la calle frontera.

Las franjas oscuras: Siendo las franjas blancas tan previsibles como lo que hasta ahora sabemos de la ciudad, las franjas oscuras (de la estructura en forma de paso de cebra) lo eran en la misma medida. Las oscuras eran sólo dos franjas. De igual anchura y longitud que las blancas. Y sólo dos porque los extremos exteriores de las calles Todos y Tú lindaban con lo desconocido. Por el contrario, las dos franjas oscuras que dividían y separaban las tres franjas blancas que juntas formaban el símbolo, símbolo que otros calificaban de ciudad, y sólo algunos de estructura, pero, en cualquiera de los tres casos, siempre con forma de paso de peatones, eran conocidas por todos los habitantes de la calle más habitada. Y, a pesar de ser por todos conocidas, estas dos franjas eran motivo de continuas disputas y rencillas entre los residentes de la ciudad/símbolo/estructura con forma de paso de cebra. Motivo de disputa conceptual, teórica, argumental. Cuestión nada práctica y absolutamente contraproducente. Que convertía la convivencia en una situación ruda, marcial y poco clara. Para algunos esta situación era de retaguardia asfixiada, para otros de aireada vanguardia, para otros de deserción inminente. También había quien lo entendía como un enroque estratégico, además de otras milicianas variantes que también se daban, siempre según las inclinaciones y preferencias de los interesados. Al final, situaciones, todas ellas, que podríamos resumir como de desconfianza generalizada. Eso sí, sólo en lo teórico o argumental.

Llegamos ahora al meollo de la cuestión: Aunque es cierto que las franjas oscuras eran conocidas por todos los habitantes de la calle Aquí vivimos todos, no lo es menos que el conocimiento que de ellas tenía cada uno de ellos dependía de su propia sabiduría o ignorancia. De sus conocimientos, o de la falta de estos. Porque uno puede conocer las cariátides de oídas o ser un profundo entendido en ellas. Ambos conocedores, sí, pero quién duda de que el primero tendrá un conocimiento más fragmentario, y hasta equivocado, en comparación con el del segundo. Con las franjas oscuras pasaba lo mismo. Conocidas, al menos de oídas, refractariamente, por todos, para algunos eran objeto de estudio pormenorizado, mientras que había quien sólo sabía que estaban ahí, sin tener una idea muy clara de qué eran en realidad, o cuál era su cometido.

Pues bien, de los habitantes de la calle Todos, dos eran los que podemos clasificar como mayores entendidos en la cuestión. De ellos nos podemos fiar a la hora de describir las dichosas franjas oscuras. Aunque con ciertas limitaciones que tendremos que completar. Por el contrario, siendo idéntica su descripción de las mismas, era radicalmente distinta la interpretación o explicación que de ellas daban estos dos personajes.

Así las cosas, ambos tenían claro que las franjas oscuras, situadas entre las claras, eran grandes pozos con forma rectangular. Grandes huecos, trincheras, precipicios de insondable profundidad, tumbas infinitas que descendían hasta la oscuridad. De paredes perfectamente lisas, de hormigón, de ángulos rectos igual de perfectos, de tacto frio, inabarcables y ásperas. Y que conectaban con la conciencia de cada uno. Difícil de entender, y más aún de explicar, el caso es que no había duda. Esos sarcófagos eran el trance hacia la conciencia, el vaso comunicante, un milagro cambiante y caprichoso que nos habla del bien y del mal, del cómo y del porqué, del sí y del no, pero nunca del tal vez.

Coincidiendo la disposición de la estructura con forma de paso de cebra con la orientación norte – sur, ambos vecinos estaban de acuerdo en que por el extremo norte de los dos pozos rectangulares iniciaba su descenso, a lo largo/profundo de los mismos, una escalera. También de hormigón. El ancho de los peldaños de la escalera coincidía con el de las franjas oscuras, por lo que quedaban encajonados en su interior. Sin margen, siquiera, para que entre ellos y las paredes longitudinales del cajón entrara el aire. Eran un todo, un juego tridimensional. Empezando la escalera en el extremo norte, el último escalón alcanzaba, a su vez, el límite sur del rectángulo. Se apoyaba, llegado a ese punto, en el extremo inferior de la extensísima pared sur de la caja rectangular. Pared que bajaba a cuchillo desde arriba, y que recordaba inspirados proyectos para el vaciado interior de ciertas montañas isleñas. Un portento de la ingeniería creadora. La profundidad del dispositivo, aunque desconocida para nuestros expertos, sabemos ahora que era mil veces el largo de las franjas. Tampoco sabían que la oscuridad era total apenas iniciado el Descenso por la escalera. Que a la espalda del viajero sólo lo acompañaba el recuerdo de que arriba había día y noche. Aunque es cierto que poco importa el recuerdo de la claridad, o del día, cuando de lo que se trata es del Descenso por rampa de hormigón hacia nuestras conciencias.

Hasta aquí, y no es poco, llegaban las coincidencias entre ambos compañeros. Entre sus respectivos conocimientos. Las diferencias empezaban con el Descenso. Descenso que, hemos de indicarlo, ninguno de los vecinos de la calle Todos había realizado. Quien sí lo había realizado era el único habitante de la calle Tú, aislado tras la frontera y con quien no cruzaban palabra alguna. Tampoco mantenían contacto visual. De haberlo hecho le habrían pegado un tiro en la frente con sus rifles automáticos de mira telescópica.

Pues bien, ambos entendidos, ávidos lectores, empedernidos estudiosos de la nada, enfermizos coleccionistas de criterios, rocambolescos aspirantes a engrosar la lista de la trena filosófica de más insobornable mancebía, discutían y discutían, como ya se ha adelantado, sobre el significado del descenso. Sobre el significado del Descenso como categoría genérica, frente al significado del ascenso como categoría genérica. Y también sobre el significado del Descenso, concreto y específico, por la caja de hormigón que se perdía en la oscuridad en un trance directo con la conciencia de cada uno. No se me ocurre mejor disputa que esta. Dónde me tengo que apuntar, quiero participar, quiero especular, abandonar coherencias y criterios asépticos… aunque mejor sería poder hablar con el único habitante de la calle Tú, persona elegida que hace unos años bajó la escalera, peldaño tras peldaño, encajonado en un trance que lo empapaba de su propia conciencia. Quién me diera poderle dirigir la palabra, ahora que ha vuelto del más desafiante periplo, ahora que está de nuevo arriba, ahora que lo quieren matar todos los demás, todos los que no han bajado por la escalera. Por desgracia, con él no es posible hablar, nada se sabe de su experiencia, nada nos quiere contar de ella.

Siguiendo con el asunto, en vez de adelantaros de manera resumida el punto de vista de cada uno de nuestros dos estudiados amigos, lo que haré es resumir el de uno cualquiera. Siendo diametralmente opuestas sus opiniones, no os resultará complicado aventurar la del rival. Dicho lo cual, os diré que para uno de ellos el Descenso como categoría es siempre peyorativo, humillante. El Descenso es siempre sufrimiento. Y el sufrimiento no trae nunca la posterior catarsis, la posterior renovación, el posterior resurgir de que hablan religiones, visionarios y demás argumentadores y argumentaciones. Eso es una milonga de arrastrados y lacayos. Que el ave fénix no existió ni existirá jamás. Que el sufrimiento denigra y la abundancia es salutífera. Pero sobre todo que el sufrimiento denigra, duele, ensucia, incapacita, disminuye, marginaliza, precariza, machaca, hunde, mata, ensordece, entumece, ciega, pudre, extermina, condena, humilla. El sufrimiento es eso y no otra cosa, equivalente, para nuestro estudioso, a decir que el día es noche.

Imaginaros, pues, lo que entiende, en cuanto al Descenso y al sufrimiento, el otro estudioso… Para que no penséis que elijo a uno frente al otro por cuestión de simpatía, os diré que para el otro el Descenso como categoría es siempre enriquecedor, agradable. El Descenso es siempre gozo. Y el sufrimiento, entendido como descenso de los sentidos, es gozo y enriquece, y trae, además, una posterior catarsis, una renovación, el resurgir de que habla el hombre desde que es hombre. Con independencia de razas, de creencias y de épocas. En ello, en tal realidad, se apoya lo más íntimo de su existencia, descrita de manera proverbial en la figura del ave fénix. Que el sufrimiento dignifica y la abundancia corroe. Pero sobre todo que el sufrimiento dignifica, acaricia, limpia, regenera, enriquece, enaltece, mejora, embellece, eleva, sana, crea, desentumece, madura, ilumina, refuerza, indulta, glorifica. El sufrimiento es eso y no otra cosa, equivalente, para nuestro estudioso, a decir que el día es noche.

Tales son sus opiniones. Y saben que el único habitante de la calle Tú descendió. Por eso lo quieren matar de un tiro en la frente con sus rifles automáticos de mira telescópica. En el atentado coinciden amistosamente. Como en la descripción de las franjas oscuras.

En cuanto al descenso, concreto y específico, por la caja de hormigón que se perdía en la oscuridad en un trance directo con la conciencia de cada uno, seré más conciso. El primero de nuestros estudiosos piensa que cada peldaño que descendemos en trance con (y hacia) nuestra conciencia es nuestra condena. Como os podéis imaginar, el otro piensa que dicho descenso, encajonados en la franja oscura, es nuestra salvación.

Tales son sus opiniones. Y saben que el único habitante de la calle Tú descendió por la caja de hormigón que se perdía en la oscuridad en un trance directo con su propia conciencia. Por eso lo quieren matar de un tiro en la frente con sus rifles automáticos de mira telescópica. En el atentado coinciden amistosamente. Como en la descripción de las franjas oscuras. Por desgracia para ellos, con el único habitante del otro lado no han cruzado una palabra. Tampoco una mirada. Tampoco lo han visto.

Pero este estado de cosas no es eterno. Aunque ellos no lo saben, faltan quinientos años para que los hijos de sus hijos renuncien al atentado, al crimen. Renuncia que llevarán a cabo de distintas maneras. Los hijos de los hijos de uno de los estudiosos, del que cree que el descenso por la escalera es nuestra condena, cambiarán de percepción pasados esos cinco siglos. Tras esperar todo ese tiempo sin haber visto al único habitante de la calle Tú, sin haberle podido pegar el tiro en la frente, acabarán creyendo que nunca existió tal vecino. Acabarán asegurando que se trataba de un monolito oscuro que yacía, y yace, enterrado bajo la franja blanca del medio, a la misma profundidad que alcanza el último peldaño de la escalera de hormigón.


Por su parte, los hijos de los hijos del otro estudioso, del que aseguraba que el sufrimiento y el descenso son nuestra salvación, cambiarán, también, de percepción. Lo harán pasados cinco siglos. Y también renunciarán al atentado, convencidos ahora de que nunca existió tal vecino. De que realmente se trataba de un monolito oscuro de piedra pómez, perfectamente pulido, magistralmente labrado, que yacía, y yace, suspendido sobre sus cabezas, inalcanzable para la vista de cualquier ser vivo, justo encima de la franja blanca del medio.

viernes, 2 de septiembre de 2011

El Mar - Galápagos



Hace unas semanas leí unas críticas de un libro de John Banville, personaje absolutamente desconocido para mí, que me pincharon de curiosidad. Curiosidad por las cosas que, supuestamente, tendría que decir el individuo. Lo que largaban en el artículo que me topé era cosa seria. No sólo por cómo ponían el libro que comentaban, más arriba de las nubes, sino por el panorama de intereses, preocupaciones y obsesiones que, decían, caracteriza a Banville y a sus novelas. Ese panorama de asuntos, reflejo de los propios, me mandó directo a la librería. Pensaba encontrarme, pues rebotaban en mi cabezota los comentarios leídos en el artículo, un artista, atroz en su arte y feroz en sus ideas. Vamos, que, incauto de mí, iba todo ilusionado pensando que me iba a topar con un Bernhard, o tres Cioran, o cinco Woolf, o un trasunto DFW, o un aprendiz de Celine, o un duodécimo Beckett, o la mácula en el ojo de Jorge Luís, o un nuevo perdido… Como a la librería, a la que voy en coche desde Carballo, tardo un ratito motorizado en llegar, ese tiempo me valió para bajar yo de la nube, y entrar en la tienda, como quien dice, con los pies en la tierra…

Y con los pies en la tierra, quién se puede creer que me fuera a topar con personajes tales como los que arriba menciono. Ya más tranquilo, me habría conformado con mucho menos de lo, en un principio, soñado…

La novela comentada y exaltada no la tenían. Pinchado por las curiosidades que aún me acompañaban, me agencié otro libro del individuo: El mar. Y ello a pesar del desafortunado título, pues hay que ser muy muy muy para salirse con semejantes palabrazas entre columnas dóricas para un título... Acabé con lo que estaba y empecé con Banville… Y ahora, hace un par de días que acabé con Banville y que he empezado con Galápagos, de Kurt Vonnegut. De ésta no había leído ninguna exaltación. La vi y la cogí. El comienzo es espectacular, redondo, divertido… veremos cómo sigue. Y aunque se desinfle, tras leer la apoteósica Matadero 5, a KurtV le perdono lo que haga falta, que no sería la primera vez.

Pero a Banville no estoy para perdonarle mucho, que digamos. Salvo una sorpresa argumental, buena buena, que me dejó en albis en las páginas finales, la novela parece un telefilme de sobremesa del pelotón de cola… Las cosas que de él se comentaban con exaltación en el artículo, yo no las vi por ningún lado. Y el panorama de asuntos y obsesiones que, decían, caracteriza autor y obra, debió quedar en casa, o se perdió por el camino, o se cayó por una ladera abajo al tomar una curva peligrosa. En cualquier caso, no llegó a tiempo de subirse a la novelita, que se fue sin el mentado panorama. Aunque ya he reconocido varias veces que mi deficiente o inexistente sutileza me impide entender como se debiera muchos de esos ejercicios literarios en los que lo que se muestra es la décima parte de lo que se oculta veladamente. Ya no digamos cuando esa décima parte que se nos muestra debe ser entendida por el lector haciendo unos intrincados ejercicios interpretativo – metafórico – pestilentes, todo ello según un misterioso mandato del autor, del editor o del crítico…


















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