martes, 1 de mayo de 2007

Historia de un ocaso no anunciado II

Retomo el ladrillo antipolitizante que en mi anterior entrega inicié y que, tras horas de desenfreno y descontrol ante al teclado, tuve que detener por un abstracto deber de respeto y decoro frente a cualquier hipotético lector. Era demasiado rollo el que llevaba soltado. Como ya he dicho en otra ocasión, enhorabuena a aquellos que hayan sido capaces de leerlo de una sentada. Qué mérito. Tengo la sensación de que es mucho más divertido escribir el diarioprueba que leerlo. Por ejemplo, el otro día lo pasé muy bien intentado dar forma escrita a lo que no dejan de ser mis deslavazadas y a veces muy simples opiniones sobre el citado tema: los políticos. Una cosa es tener dichas opiniones (que las tengo, las del otro día y otras más) y otra muy distinta es ordenarlas y redactarlas con un, no por imposible e inalcanzable, menos ansiado, espíritu pedagógico. Es la leche de complicado. Me sentiría más cómodo explicándome de palabra, pero traicionaría mi discreto experimento. Me voy a dejar de rodeos, pues a estas alturas del diarioprueba debéis de estar hasta las narices de siempre lo mismo, y vuelvo sobre el moribundo paciente objeto de mi frívola disección.

Quedémonos a modo de resumen con ciertos datos, para a continuación, con el pulso firme y el brazo en tensión, dar ese golpe certero y definitivo con el que ahorrar a nuestra inánime momia lustros de deshonroso decaimiento.

Tenemos claro a estas alturas qué es democracia (sistema de elección) y qué Estado de Derecho (sociedad más libre y justa). Que éste es un fin y que la otra es un medio. Que hay una tendencia enfermiza a confundir ambos conceptos. Que, fruto de esa confusión, el término “democrático” se utiliza como comodín que todo lo embellece y populariza. Que debido a ello, “democrático” se ha convertido en una máxima o dogma inatacable, pues, de hacerlo, nos convertiríamos en “anti-demócratas”, término con el que uno se puede ver tachado, excluido de la vida en sociedad, purgado para siempre. A pesar de ello, de que nadie en su sano juicio se quiere ver adjetivado con tan gruesa calificación (es peor la acusación de anti-demócrata hoy, que la de brujería siglos atrás) cualquiera que le haya dedicado un minuto al tema entiende que no por ser elegida por mayoría, una opción se convierte en mejor ni en más justa. A pesar de ello, evidente es que opera un miedo paranoico a que dicha purulenta adjetivación recaiga sobre nosotros (no sé si por inconsciencia o inocencia me he animado a escribir sobre el asunto, pero ahora ya está, a lo hecho, pecho) También adelanté que, bajo mi punto de vista, en estos momentos es el propio sistema democrático tal y como en la actualidad se practica, saturado de peligrosos tics populistas, lo que impide que sigamos avanzando hacia sociedades más armoniosas y justas. Responsables directos: ese conglomerado seboso de políticos y medios. Responsables indirectos: nosotros. Diagnóstico: desaparición de aquellos.

El otro día avanzaba cuál es mi punto de vista. Estoy convencido de que los políticos y la política, tal y como se dan en la actualidad, sobran. Que es parte de un problema y no de su solución. Que me parece totalmente viable y realizable un sistema de gobierno y una sociedad en la que se estructuren mecanismos y relaciones alternativas a la política tal y como hoy la entendemos. Es más, estoy tan convencido de que es posible y de que sería un camino de rosas, que el principal motivo para su no realización es que vivimos ofuscados y alienados por unos aparatosos y podridos árboles (partidos, elecciones, consignas y falacias vivientes de esas como “tu voto también cuenta”, “tú decides” cuando la triste realidad es que nuestros bienintencionados, o no, votos, son verdaderas ilusiones, ficciones, la disculpa perfecta con la que la clase política como conjunto se perpetúa y anquilosa: la mayor tomadura de pelo que se puede echar uno a la cara), árboles que nos impiden, ya no ver el bosque, sino que hacen irrespirable el aire que nos rodea. El día en que con seriedad, sin cinismos ni miedos, con decisión, una sociedad cualquiera decida: hasta aquí hemos llegado, y jubile a su clase política, sobrarán las propuestas y soluciones para estructurar su organización de mando, fijar sus metas y establecer los mecanismos de control y renovación. Sólo la eficaz metástasis que los medios y los políticos han logrado establecer, ha impedido hasta la fecha su desaparición. Pero esta llegará, no tengo ninguna duda. Son muy variadas las causas y efectos de esta perniciosa enfermedad que, entre medios y clase política, infecta nuestra sociedad. Ni estoy capacitado, ni me atrevo a analizarlos. Pero a simple vista me llama la atención algo que ya he indicado: esa triste confusión entre democracia y estado de derecho. Y la subsiguiente criminalización de quién se atreva a poner en duda a aquella. Esto es una cosa terrible. Han conseguido que cualquier proposición de sistema alternativo tenga la presunción de que va a ser injusto de raíz (dirán ellos en medio de sus mesiánicos mítines: anti-demócrata, excluyente, y hablaran de la lucha de clases, o de las pensiones de la seguridad social, que se eliminarán les oiremos decir, o que vuelve Stalin, etc.). Terrible. Así como estoy convencido de que es posible otro sistema de organizar nuestro gobierno como sociedad (sin anacrónicos políticos, sin consignas y dogmas generalizadores y poco adecuados a nuestra realidad, que no a la de hace cien años) estoy igual de convencido de que dicho sistema será tan representativo como el actual y más justo. Ninguna duda. Cuando lo queramos como sociedad lo haremos. Y al igual que ante nosotros tenemos mil ejemplos de instituciones y figuras de todo tipo (jurídicas, administrativas, sociales, culturales etc.), cuyo funcionamiento, libre y solidario, no depende de que cada cuatro años pasemos por las urnas, en lo que no es más que un ritual, una liturgia, con tanto de teatral y superficial, pronto llegará un día en que decidamos que nuestra libertad y la de nuestra sociedad están tan consolidadas que no será necesario seguir sosteniendo a esos pobres oficiantes de viejos rituales que son nuestros políticos. No necesitaremos de esa especie de confesión multitudinaria cuatrianual porque nuestro fantasmal miedo al infierno político habrá pasado. En ese momento, como por arte de magia, se desvanecerán los políticos y todo su discurso ramplón, caduco y populista, destinado siempre a excitar y alimentar lo que en nosotros queda de los viejos resortes irracionales que desde hace siglos alimentan nuestra consciencia social y de cuyo mantenimiento depende la subsistencia de los políticos como colectivo.

A continuación voy a hablar hipotéticamente. Antes de hacerlo debemos todos poner nuestras mentes en blanco (uff, no sé si podré, decía un día Yola Berrocal ante similar solicitud). Olvidémonos de todo lo bueno que democracia, sufragio universal y estado de derecho han conseguido y seamos un poco exigentes con los políticos. Dejemos lo demás por un momento y centrémonos en esos personajes. Acordémonos de lo que decía Julio Caro Baroja, de su comparación con las brujas de la edad media. Os aseguro que estos tíos nos la están metiendo doblada.

Hipótesis: Pensemos en un político desaprensivo, jefe de todos los demás. El líder de la manada. Está buscando la forma de perpetuarse en el poder, no como individuo, pues esto lo tiene garantizado por su tremenda fuerza y carisma, pero sí como especie. Decide urdir un plan y para ello convoca un concurso de ideas. El objetivo sería ambicioso: que los políticos vivan para siempre de la política, ya sea gobernando, ya sea en la oposición. Que sean intocables. Que de la manera que sea se llegue al convencimiento, por parte de los miembros de la sociedad, de que políticos y política son indispensables para el correcto devenir de las cosas. Este individuo, movido por tan torticeros anhelos, que seguro anidan y anidarán en tantos y tantos miembros de su especie, creería haber encontrado la piedra filosofal si, entre los llamados a urdir el malévolo plan, alguien le describiese el actual estado de cosas.

Porque nos encontramos con un panorama que realmente excede a la más optimista ensoñación del primigenio político desaprensivo. Han conseguido perpetuarse hasta la fecha con, desde mi punto de vista, dos inspiradísimas maniobras: 1º depositar en nosotros la decisión de su permanencia como grupo dirigente. Este es el gran milagro que esta pandilla de cínicos ha conseguido instaurar, la gran ilusión – ficción. La mayor tomadura de pelo del mundomundial, y 2º sobresaturar el ambiente con un exceso de información tendente toda ella a no dejar respirar a la sociedad, a que ni por casualidad se pueda tomar una bocanada de aire limpio. Infectarnos desde niños con una serie de prejuicios y tics sociopolíticos que lo único que hacen es seguir manteniendo ese caldo gordo que permite a nuestros políticos mantenerse como clase dirigente. Pero veamos un poco detenidamente ambos elementos, pues como trucos de prestidigitador nos engañan y confunden.

El primero de ellos es la jugada maestra que la clase dirigente, esa elite moderna, los nuevos obispos o brujas del medioevo, los señores feudales del siglo XXI, ha conseguido instaurar. Nació la democracia llena de esperanza y pronto, lo que no era más que un ilusionante ideal, se convirtió en una realidad, acaparadora de exitosos triunfos. Con ella, por fin, los ninguneados y los descastados tuvieron la posibilidad de contar en la formación de las estructuras de gobierno. Todos podíamos elegir y, por lo tanto, todas las sensibilidades y necesidades debían ser tenidas en cuenta. El sistema daba sus frutos y la evolución de las sociedades en las que la democracia servía como medio de elección de sus gobernantes fue exponencial. Se llega al actual estado de derecho. Aquí es donde empieza a operar ese grotesco engaño que los políticos, con inestimable ayuda del poder en todas sus facetas, han sabido llevar a cabo. Alcanzada hace lustros la meta del sufragio universal y asimilado que en los estados de derecho la libertad de sus miembros y el respeto común son las notas predominantes, podría parecer que el sistema democrático tocaba techo. Ante ese peligroso panorama algo había que hacer: La gran ficción, el canto de sirena. La gran mentira: que de nosotros dependa (ilusoriamente, claro está) quién gobierna. Que el pueblo hable cada cuatro o cinco años y decida, eso sí, sin salirse del redil que ellos marcan. Pensaba el político desaprensivo de nuestra hipótesis: Sería inadmisible, hablando en términos democráticos, que nosotros, la clase privilegiada, nos perpetuásemos en el poder. Sería impopular en unas sociedades que han sacralizado el sistema democrático. Aunque gobernásemos con acierto sería imperdonable no convocar las sagradas y manidas elecciones. El político lo empezaba a ver claro: Hemos sacralizado el sistema democrático, lo hemos hecho intocable, aprovechémoslo pues, y engañemos a la gente, démosle la vuelta a la tortilla, convenzámosla de que nuestra perpetuación no es nuestra malévola aspiración, sino que es su democrática decisión, traslademos a la gente esa ficción de elegir. Produzcamos en la gente la ilusión de que lo que opina importa. Ofrezcámosle la posibilidad de que periódicamente tenga la palabra. Justifiquemos de esa manera nuestra perpetuación como los nuevos chamanes, la nueva Jerusalén, que diría alguno. Que parezca, no que nos queremos apoltronar en el poder, siempre el mismo grupúsculo político económico, sino que es la gente la que, democráticamente, decide que lo hagamos. Vamos, la jugada es maestra. Y sigue nuestro desaprensivo amigo: para que no se puedan dar cuenta de la tomadura de pelo, de esa grotesca ficción de que todo se puede cambiar cada cuatro años, para que todo siga igual, creemos ese ambiente donde los árboles medio podridos no permitan ver el bosque a los alienados ciudadanos. Aquí, entra en juego todo ese maremagnum de intereses compartidos de políticos, poder mediático y dinero. Esta expansiva píldora mediática actúa en dos campos principales de nuestra personalidad:

A) Nos hace la pelota descaradamente. Crea en nosotros el falso convencimiento de que nuestra opinión es decisoria e importante. Esto es una gran falacia, pero en ella nos gusta creer. Como cuando nos dicen que somos guapos o listos, igualito. La falaz importancia de nuestra opinión nos gusta, endemoniadamente, pues nos hace sentir importantes. Esa pueril vanidad, de la que participamos todos, les pone en bandeja a los politiquillos su coartada. Como el potencial seleccionador de fútbol que el dicho popular atribuye a cada aficionado, esto es algo similar. Este canto de sirena nos embelesa: somos decisivos, aunque no sepamos de qué estamos hablando. De esta manera, los políticos, haciéndonos un poquito la pelota, dándonos un poco de coba, consiguen a cambio, la justificación perfecta de su continuidad. Cierto es que periódicamente se sustituyen algunas caras o consignas, pero eso es todo. Podrán cambiar como individuos, pero como especie resultan intocables. Aunque la mona se vista de seda, mona se queda.

B) El otro campo de acción de la píldora mediática es mucho más burdo y virulento. Ya han conseguido que nos creamos importantes e indispensables para el correcto devenir de los tiempos, de las libertades y el progreso. Eso ya tiene mérito. Ahora lo que van a hacer es saturarnos de consignas, dirigidas descaradamente a que determinados resortes que anidan en nosotros, casi irracionales, sigan latentes en nuestro más profundo ser. Estos resortes irracionales y anacrónicos, miedos del pasado, se cronifican y nos impiden ser más libres. Este continuo abonar y cultivar miedos atávicos, con sus dogmáticas y trasnochadas consignas y polos opuestos (demócrata, totalitario, facha, rojo, izquierda, derecha, bla, bla, bla) produce un permanente estado de excitación con el diario envío mensajes a través de los colaboracionistas medios. Lo salpican todo: noticias, deporte, cultura, educación, ocio, etc. Resulta increíble con que facilidad estamos dejando que en cualquier faceta de nuestra vida la consigna política partidista se asiente y todo lo entumezca. Este caldo hediondo, desde nuestra más tierna infancia, nos va encaminando y aprisionando, ya sea por simpatía u oposición, en alguna de las tendencias que el espectro político pone a nuestro alcance. Y de ellas seremos prisioneros largos años, posiblemente toda la vida. Una vez que crean en nosotros ese substrato político, lo único que tienen que hacer es alimentarlo con el diario bombardeo de sus afines medios. Que cualquiera reflexione un poco sobre la capacidad que tiene para romper irracionalmente con un buen amigo, para discutir salvajemente con familiares a quienes queremos, para sentir ganas de casi matar, con ocasión de una simple disputa o discusión sobre la política. Cada vez que ocurre esa pueril mentecatería, todos los políticos se frotan las manos, pues siguen consiguiendo el milagro, la gran tomadura de pelo, esa perpetuación irracional de miedos y consignas que son la disculpa idónea para que, haciéndonos un poco la pelota, es decir, convocándonos cada cuatro años a esa nueva misa, o liturgia, o teatro, sigamos posibilitando que ellos y todo su entorno nos sigan tomando de coña.

A cualquiera de esos profesionales de la política yo los invitaría a participar en la Isla de los Políticos, que no es más que un programa televisivo, a modo de reality show, que hace tiempo se me ocurrió. Se trata de que los participantes, miembros de una misma comunidad y elegidos al azar entre políticos, avezados comentaristas mediáticos (o como ellos pedantemente gustan de llamarse: analistas políticos) y voluntariosos afiliados a diversas y contrapuestas formaciones políticas, convivan en varios y sucesivos entornos sociales, caracterizados por dos notas definitorias: 1ª) que no exista prensa partidista, ni consignas populistas, ni intoxicación mediática, y 2ª) que en periodos de dos años, se vayan sucediendo gobiernos correspondientes a las distintas opciones políticas imperantes en la comunidad en la que fueron elegidos los participantes. Ninguno de ellos, estoy seguro, examinado su día a día, sería capaz de distinguir de qué color es el gobierno que en cada periodo concreto asume la dirección de la cosa pública. Como ninguno de nosotros, después de vivir dos años, o cuatro, o diez, en una nueva ciudad, sería capaz de decir de qué partido es su alcalde sino es por el habitual bombardeo embrutecedor de medios y políticos. Pero nunca por los hechos. Aplíquese esto a presidentes de estado, comunidades, etc. A qué viene toda esa hiperexcitación y confrontación, esos bandos artificiosamente creados y sustentados, cuyos únicos beneficiarios son los políticos y medios, si las realidades que cada uno defiende, objetivamente analizadas no difieren prácticamente en nada.

El mismo reality show, en formato mucho más modesto, pero con iguales o mayores resultados, se puede llevar a cabo bajo el nombre de: Un, Dos Tres, responda otra vez. Aquí, nuestros preclaros concursantes son representantes de ese tipo de personaje que, comprometido con una idea (ajena, siempre) y un partido político (que lo esclaviza, siempre), ya ha roto con su familia después de una besuguiana discusión relativa al sistema electoral imperante en su comunidad, sistema que, por supuesto, ni sabe como se llama, ni en qué consiste. A estos fenómenos se les plantearía un cuestionario en el que ellos, desconociendo aún las dogmáticas consignas partidistas sobre determinados temas, tendrían que dar su opinión sobre los mismos. Después de dicho cuestionario se les invitaría a sostener un coloquio con terceras personas sobre sus ya expresadas opiniones. Acto seguido (por un momento pensemos que ello es posible), se les borraría del cerebro lo sucedido y se les llevaría, a cada uno de ellos, al mitin de turno, donde sus idolatrizados dirigentes políticos soltarían las paleolíticas consignas relativas a los temas del cuestionario antes citado. Después les repetiríamos el mismo interrogatorio. ¿Duda alguien que sus respuestas, en ambos casos ante las mismas preguntas, nada tendrían que ver las unas con las otras? ¿Y que me dicen de los posteriores coloquios? En el primer caso, cuando nuestras opiniones son “nuestras”, ya sean expresadas con o sin fundamento, la conversación, aunque nos lleven la contraria, se desarrollará por un cauce, digamos, cordial y pacífico. En el segundo caso, cuando nuestras opiniones son, básicamente, las consignas partidarias que otros nos han indicado, sobre las que no hemos pensado ni un segundo y que dócilmente hacemos propias, las conversaciones posteriores acabarán como el rosario de la aurora. Nos insultaremos, nos pegaremos si el honor del partido así lo exige y, a nuestro interlocutor, le guardaremos un rencor atávico e irracional para toda la vida.


Cuanto acabo de escribir en estas dos ultimas entregas, aunque resulta torpe y exagerado, lo reconozco sin ambages, creo también que contiene ciertas dosis de verdad. No sé si mucha o poca. Pero sí alguna. Yo estoy convencido. Ya he dicho que ni tengo la capacidad, ni puedo hacer aquí argumentaciones coherentes y llenas de sentido. Imposible. A pesar de ello, creo que, entre todo el plomizo coñazo que estoy soltando, cualquiera podrá distinguir esas pinceladas de veracidad.

Para acabar voy a glosar determinados puntos que se pierden en la desorganizada madeja de la crónica de un ocaso no anunciado.

A) Los políticos son un grupo reducidísimo de privilegiados.

B) Salvo contadas excepciones, que no hacen más que confirmar una inquebrantable regla, pertenecen a un selecto grupúsculo de poder que se va renovando fruto de una preocupante endogamia. Es muy habitual que, en determinadas comunidades, todo el espectro político, de extremo a extremo, esté ocupado, decenio tras decenio, por miembros de las mismas doscientas o trescientas familias. Familias que, por supuesto, acaparan el consustancial poder económico. No quiero caer en particularismos, pero gracioso es el caso de Franklin D. Roosevelt, sobrino de Theodor Roosevelt. Cuando Franklin, miembro de una importante familia, decidió meterse en política (decidieron meterlo, debería decirse), optó (optaron) por afiliarse (afiliarlo) al partido demócrata, porque al republicano ya pertenecían su tío Theodor (que antes que él ya había sido presidente de los EEUU) y su padre. Ya en el partido demócrata conocidos son sus repetidos triunfos electorales. Creo que su caso, no por esperpéntico menos cierto, describe a las mil maravillas lo que de oportunista, advenedizo y ligero hay en el seno de tantos y tantos políticos.

C) Han conseguido, mediante su empatía o simbiosis, llámese como quiera, con los medios de comunicación, que el tufillo político lo impregne todo, y que mutuamente se retroalimenten. Sin crispación y consignas políticas los medios perderían la mayor parte de su negocio y sin los medios bombardeándonos, los ciudadanos pronto nos daríamos cuenta de lo placentera y armoniosa que puede ser una sociedad sin políticos. Esto es así. Han sobresaturado el ambiente con un caldo gordo de mensajes destinados a no dar descanso al sujeto y con ello, a crear una perniciosa ficción que no es otra que la de su desproporcionada y artificiosa importancia. Parece que la política y sus consignas deben ser el motor de nuestras vidas. Y eso en la actualidad ni es, ni debe ser así.

D) El resultado que todo ello conlleva, aparte de la evidente saturación e inminente hartazgo, es que los mensajes sean cada vez más simples, dogmáticos y populistas. Como ya he indicado, destinados a alimentar consignas y miedos totalmente desfasados. También irracionales. Crean con ello un estado de excitación colectiva, de hipersensibilización ante las cuestiones políticas. Tendemos a adoptar poses y a defender, sin ningún sentido o espíritu crítico, consignas u opiniones que muchas veces ni hemos asimilado, ni hemos comprendido, y que en el fondo, ni compartimos. Como ya se ha dicho, abundan las opiniones rotundas y radicales, pero escasean las argumentaciones lógicas.

E) Han creado esa gran ficción tetra anual, a la que han vaciado del contenido real que en su momento tuvo, dejando sólo lo que de superficial y ritual tiene, convirtiéndola en su fetiche. Con ella se dedican a justificar de manera machacona e indecente su perpetuación como minoría privilegiada, grupo de poder y fuente constante de nepotismo. Ante el más mínimo intento de argumentar algo en su contra, con el único fin y la sana aspiración de caminar hacia sociedades más justas y con mayores niveles de bienestar, la hoguera mediática y el rodillo arcaizante saldrán de su cueva y nos devorarán sin piedad. No vaya a ser que se adelante en el tiempo lo que a mí me parece una necesidad imperiosa y un hecho inevitable: su desaparición. El anhelado ocaso de los políticos.

Bastante hay de idealista en la anterior predicción, lo sé, pero creo que en estos momentos, secretamente, la debemos compartir muchos. Estoy seguro de que quienes lo hacen no son ni inadaptados, ni frikis, ni nostálgicos de tiempos pasados, ni preconizadores de desigualdades, ni nada de eso que a los políticos y medios les gustaría, para poder así justificar sus virulentos ataques ante lo que, sin duda, es su ineludible fin como clase y grupo de poder. En el momento en que una mayoría se sume a este ideal, será una realidad.

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