domingo, 27 de mayo de 2007

MonogrÁficos I (Miles - Wolff)

He decidido incorporar al soporífero contenido del diarioprueba una nueva sección que podríamos calificar de “monográficos”. Así doy rienda suelta a mis gustos, aficiones, predilectos y aborrecidos. Como estoy tan emocionado con esto de escanear las portadas de los libros de los que últimamente hablo, nada mejor para iniciar formalmente las entregas monográficas que dedicar la primera a dos genios absolutos que se complementaron en una simbiosis ideal para crear una de las obras mas deslumbrantes, reconocibles e imperecederas del siglo XX.

El diseñador gráfico Reid Miles y el fotógrafo Francis Wolff son los padres de una increíble serie de portadas de la discográfica Blue Note (dedicada al Jazz). Varias de esas portadas son verdaderas obras maestras. Magistrales. Pero lo mejor es que las veamos. (Indicar que hago una selección de las que yo tengo, por lo que faltan algunas de las mejores, imposibles de conseguir en CD).














































































































































































































































Y para acabar:





... y 1,2 y...



sábado, 26 de mayo de 2007

26 de Mayo

Me gusta como quedan las portadas de la anterior entrega. Ahora me da rabia no haber hecho lo mismo cuando me dediqué (5 de Abril) a exponer mis comentarios sobre esos libros que yo califico como de “transformers” pues de ásperos y pedantes ladrillos se convierten en deliciosos sorbetes de vainilla. Pero como esto de la tecnología es lo que es, voy a cortar y pegar mis aburridos comentarios y sazonarlos con algo de diseño gráfico. Voila. Decía yo:

Como mis lecturas tienen mucho de limitadas, soy plenamente consciente de que me estoy perdiendo cantidad de escritores ininteligibles. Sin ir más lejos, aún no me he puesto con “Ulises” de James Joyce, ni con “Go down, Moses” de William Faulkner. Se puede decir, por lo tanto, que no sé de lo que hablo. Así con todo, algunos ladrillo-transformers ya me he tragado. Como he explicado antes, primero con esfuerzo, después con relajada soltura (milagro mediante). Aquí van algunos, altamente recomendables para quien quiera segregar endorfinas con su lectura:

“La muerte de Virgilio” de Hermann Broch. Increíble. Casi setecientas páginas estructuradas en cuatro partes para describir las últimas horas del poeta. Su desesperación y el intento de quemar sus obras. A su lado, un frustrado Augusto, que a toda costa pretende salvar dichas obras de la hoguera. No por generosidad, altruismo o un interés superior. Todo lo contrario, por lo que de aduladoras tienen para con la persona del emperador. Siendo auténticos cantos a la mayor gloria de la Cesárea figura, Augusto, se considera dueño último de los mismos. Virgilio, su prudente y descreído autor, cree que no merecen la eternidad. Que no son dignos de ella, como tampoco lo es el emperador. El libro nos sumerge en las contadas y decisivas horas que van desde el atardecer en el que Virgilio llega en barco a Brindisi, donde Augusto lo espera, hasta la mañana siguiente. Aunque hay tramos de imposible asimilación, el conjunto se entiende, que no es poco. Ánimo.

“Don Julián” o “Reivindicación del conde Don Julián” de Juan Goytisolo. Ladrillo de difícil o imposible entendimiento, pero, que por razones que se escapan a mi capacidad de análisis, deslumbra por su uso del lenguaje y lo intrincado de su desarrollo. No sé lo que pretendía el autor, seguro que muchas cosas. Tampoco sé si las habrá conseguido, pero, ejercicio de virtuosismo técnico, lo es, a lo bestia. Yo no entendí gran cosa, pero se lo recomiendo a cualquiera que sienta su ánimo desbordar, pues comprobará como es aplacado por la vigorosa y virguera pluma del autor.




“Petróleo” de Pier Paolo Pasolini. Vamos, esta es de traca. No me atrevo ni a formular un mínimo comentario. Es una absoluta y marmórea ida de olla del amigo Pasolini. Se publicó después de su muerte y había sido concebida como una obra definitiva, punto y aparte en comparación con el resto de su producción. ¿Qué voy a decir? Cientos de páginas en las que aparecen sueños del autor, la mafia, fascistas y comunistas, las multinacionales, perversiones varias. El lenguaje, asequible. La estructura, incomprensible, en forma de apuntes numerados, algunos en blanco (¿?), otros extensísimos, otros se los salta. Desconexa, extensa e incomprensible.



“Así habló Zaratustra” de Friedrich Nietszche. Sin comentarios. Para leer esto hay que estar dopado por alguna circunstancia vital, anímica o psicotrópica. Siendo ese el caso, uno tiene la sensación de que está leyendo un mensaje suprahumano, de otro mundo. Este individuo, médium de lo Superior, debió ser punto y aparte. A mi se me hace inalcanzable, pero me creo las cosas que de él dicen los que saben (siempre superlativas). Con otros no me pasa lo mismo. Con este individuo, mis pobres neuronas se empañan con un vaho de credulidad.




Llegados aquí, me es inevitable una alusión a Paul Celan, un autor que junta y macera, como ningún otro, las palabras. Un elegido que con dos versos consigue crear la abstracción pura y dura, incomprensible, carente de sentido, pero con la fuerza delicada de un todo. Persona única, que con sus escasos versos no hizo sólo literatura, sino que pintó, compuso, soñó. Su obra es una ráfaga de colores y texturas, familiar y desconocida a la vez. Una melodía llena de matices y tonalidades. Cualquiera de sus frases, bellas, distintas, robustas y fragantes, es como una canción que no avisa y nos emociona, que nos trae melancolías olvidadas o nos llena de optimismo. Con Celan no hace falta un milagro, ni que la cuesta cambie de plano. Desde la primera frase uno se queda maravillado, enganchado. Siempre que pienso en él, me vienen a la cabeza triángulos y embudos, además de mil cosas más. Es la única manera que se me ocurre para intentar explicarme sin usar las manidas y atacantes comparaciones que acabo de utilizar. Celan es la parte angosta del embudo, o el vértice del triángulo. Desde ahí se dispara y esparce su magia. Desde la insignificancia alcanza la totalidad, desde lo particular, la regla que a todos nos vale. Todo lo contrario que quien desde un ombliguismo enfermizo no es capaz de ver más allá de sus narices. Mientras Celan está en la parte estrecha de nuestro embudo y sus versos se expanden con ansia hasta el infinito, con amplitud y libertad, por encima de manías sectarias, estos otros, muy importantes ellos, sus mundos y sus vivencias, hacen que todo tenga que pasar por su estrechez de miras. Con su cabeza en la parte ancha, creen que lo que a duras penas logran ver por el diminuto ojo del embudo lo es todo. Pobres. Recomiendo a cualquiera que coja el embudo, es muy pedagógico. Utilícenlo a la manera Celan (y tantos otros), es decir, miren con un ojo por la parte angosta. A que se ve bien, hay amplitud, claridad. Muy bien. Ahora denle la vuelta al utensilio y miren por la parte ancha. A que se ve poco. Sin comentarios.

Estoy tan lanzado con Paul Celan, que antes de que alguien le coja manía voy a parar. Aunque no me puedo callar ciertos datos que aún lo hacen más apetecible. Nació en la Bucovina (actual Rumania) en 1920. Su nombre era Paul Antschel. Judío, perdió a sus padres en los campos Nazis. El se salvó pero acabó suicidándose en Paris en 1970. Se tiró al Senna.





Bonita foto de Celan. Basta por hoy. Siento ganas de seguir soltando rollo, pero voy a aprovechar el día en otras cosas.

miércoles, 23 de mayo de 2007

23 de Mayo



El otro día entré en una de las librerías (de viejo, segunda mano, anticuarias, o como más repelentemente se quiera) que con puntual parsimonia repaso cada dos o tres semanas: “O Moucho”, en la Calle de la Amargura, en Coruña. A un paso de la Plaza de Azcárraga. Algún alma caritativa acababa de dejar ahí unos magníficos libros que me llevé con alevosía. Que debían ser de la misma persona lo deduje por lo siguiente: A) eran del mismo autor (Heinrich Böll) B) todas eras primeras ediciones, cosa que a mí me da bastante igual, pero que sin embargo hay muchos a quien no (aunque he de reconocer que a nadie amarga un dulce), C) estaban en perfecto estado y D) el último día que pasé por el Moucho no tenían ninguno de esos libros a la venta. Así las cosas, haría poco que algún heredero del dueño de los libros, o él mismo, asqueado del autor, o de la lectura, o sin espacio en casa, o sin un puto duro, etc, etc pasaron por el Moucho y le vendieron, en el peor de los casos a peso, estos libros que ahora estoy escaneando.


De Böll yo había leído “opiniones de un payaso” y “el tren llegó puntual”. Desde el primer momento me cayó bien él y me gustaron sus libros. Así las cosas, cuando entré en el Moucho y vi estos otros, no dudé en cogerlos. Tres eran nuevos para mí (no de oídas, pero sí de leídas). Otra, “el tren llegó puntual”, como acabo de decir, ya la había leído, pero me fue imposible no comprar la edición de Ancora y Delfín que, tan bonita y cuidada, tenía delante de mis narices. Consumismo y fetichismo puro y duro. En mi descargo alegar que la que yo leí era una edición de bolsillo, que a medida de iba leyendo iba perdiendo despegadas la mitad de sus paginas.





Hoy, en vez de soltar rollo sobre el amigo Böll, se me ha dado por estampar en el diarioprueba las portadas de sus libros. Ahí van.

Se puede decir, sin miedo a equivocarse, que Heinrich estaba obsesionado con un tema. La guerra. La segunda guerra mundial en concreto. Una obsesión que en vez de llevarlo al psiquiátrico lo llevó a desahogarse en la escritura. Se entiende, la obsesión, en quien en la juventud se ve metido en el desmadre bélico que asoló Europa, y en especial el país derrotado, entre el 39 y el 45. Nuestro amigo debió darle vueltas y más vueltas al belicismo y a la condición humana sometida a experiencias tan extremas. A lo largo de estas novelas (no puedo hablar de las que no he leído) ambientadas en momentos y lugares distintos, la guerra y sus consecuencias, tanto personales como colectivas, están omnipresentes. A diferencia de otros muchos, el amigo Heinrich tiene un espíritu crítico y nada autocomplaciente que hace que en sus libros te encuentres con un hilo de tensión que a mí, por lo menos, me engancha y del que disfruto muchísimo. Todo lo que he leído de él me ha gustado. Uno, sólo un poco: “¿Dónde estabas, Adán?”, y otros muchísimo: “Billar a las nueve y media” y “Opiniones de un payaso”. Esta última, que fue la primera novela que leí de Böll, la estoy releyendo estos días. Aunque como novelas no están a la altura de otras, más logradas y maduras, tanto “El tren llego puntual” (1949) como “¿Dónde estabas, Adán?” (1951) destilan caos por los cuatro costados. Ambas están ambientadas en la guerra y justo tras la derrota y la confusión, el desconcierto y la incoherencia despuntan con una fuerza tremenda en la pluma de un inexperto escritor, aunque con los nervios a flor de piel. Realmente por momentos uno se queda acojonado. Lo que debió ser aquello.

En esta última, "El honor perdido de Katharina Blum" nuestro amigo Heinrich se olvida de la guerra y se despacha con la prensa sensacionalista. En concreto con el inefable periodico "Bild" autentico recordman de ventas Europeo. La pobre Katharina se verá envuelta en un desgraciado asunto que la superará por lo injusto y desproprocianado de sus consecuencias, al ser víctima de un periodista que, sin escrupulos ni miramientos de ningún tipo, arroja sobre ella vituperios y falacias mediáticas. Por ello, sin perder jamás las buenas formas que la caracterizan, decidirá angelicalmente tomarse puntual venganza en la persona del conocido perdiodista. Este, pobre iluso que se creía muy veraz y que espasmódicamente formulaba alegatos en defensa de la libertad de prensa e información, dirá adios a esta vida en manos de la formal, comedida y sutil Katharina.
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