sábado, 21 de junio de 2008

De viaje

Ha querido la casualidad que hace unos días encontrase juntas en Follas Vellas dos ediciones de auténticos “buques insignia” de la literatura de viajes, etiqueta ésta que no sé realmente en qué consiste, pero que está en boca de muchos. Entre los “sobranceiros” libros de viajes escritos en castellano en el S. XX, destacan estos dos de que os hablo: “Viaje a la Alcarria” de Camilo J. Cela y “Viaje en autobús” de Josep Plá. Las ediciones de la colección Áncora y Delfín son de las que más me gustan, por lo que no dudé ni un instante a la hora de cogerlos, y ello a pesar de que en el lomo y en la sobrecubierta llevaban la referencia de la biblioteca a la que pertenecían, la del Colegio Pío XII de Santiago, que, en parte, las desluce. Deciros que ambos libros están muy bien.

Pla me gusta cómo escribe, y me divierte, y hasta reconforta, lo contracorriente y desaliñado que resulta en tantas y tantas ocasiones. Nada de docilidad, medias tintas, ni voz de su amo. Leer a gente con esa capacidad de decir lo que quiere, cuando quiere y cómo quiere, y ello con independencia de filiaciones y servilismos, de oportunismos o impertinencias, es una maravilla. Si además nos encontramos con que algunas de las opiniones así expresadas, son verdaderas catedrales, reducidas, por los insoportables procesos acomodaticios de la mayoría, a la condición de lúgubres y destartaladas ermitas, la satisfacción en el lector es máxima. Porque el amigo Pla dice cada cosa que es para hacerle un monumento, se esté o no de acuerdo. Por si esto fuera poco, va el tío y, encima, es gracioso… Subsumido por el mito, leí hace unos años su legendario Quadern Gris, en la no menos fabulosa traducción del increíble Dionisio Ridruejo. Y estando bien, no lo está tanto como otros de sus libros, en los que se olvida un poco de esa descripción interminable de paisajes y paisanajes, por muy pintorescos y animados que éstos sean, para dar rienda suelta a su voz más personal, que, dicho sea de paso, es como una guillotina recién afilada. Fuera de serie.

También “Viaje a la Alcarria” está bien. Pero que muy bien… Cela me dejó un poco tocado tras leer “La Colmena”, que no me gustó nada. Al revés que “La familia de Pascual Duarte”, con el que sí que lo pasé muy bien. Por ahora ganan los que me gustaron, pero otros vistazos que tengo echado a sus novelas me hacen creer que acabarán ganando los que no… aunque ya veré...

Y puestos a hablar de libros de viajes, aluda el “de” a que su temática sean los viajes, o que fueron escritos o ideados durante viajes, o a cualquier otra circunstancia con estos relacionada, os tengo que hablar de determinadas joyas:

Criticado por muchos conspicuos defensores de un cierto, y por mí desconocido, clasicismo en lo que a libros de viaje se refiere, yo aluciné con, el a estas alturas auténtico icono, Bruce Chatwin y su esplendido “En la Patagonia”. Sus críticos contraponen su advenedizo e hiriente libro con el más ortodoxo según ellos “El viejo expreso de la Patagonia” en el que Paul Theroux narra su apasionante periplo por el continente americano. Aunque un libro tiene poco que ver con el otro, ambos están muy bien. De tener que elegir uno de los dos, yo me quedo con el de Chatwin, por momentos realmente espectacular… Del de Theroux, aunque lo lei hace muchos años, recuerdo perfectamente la presencia de, además de un simpatiquísimo comentario en el que el autor se despacha a gusto con William Faulkner, unas tremendas palabras de J. L. Borges. Uno de los motivos que animaban a Paul Theroux a iniciar su largo peregrinaje hasta el cono austral, era una escala, a modo de avituallamiento espiritual, que su editor le había organizado en el domicilio del Bonaerense Universal. Allí fue un joven Theroux a rendir culto y pleitesía a la palabra hecha carne. Borges, según cuenta su extasiado admirador, soltó alguno de sus inofensivos y educados tiros de gracia. De esos que borran a sus engominados o populistas destinatarios del derecho a aparecer en cualquier compendio de historia, ya no universal, sino que hasta local o familiar. Vamos, para borrarse del mapamundi, per sécula seculorum.

Tanto o más que con los anteriores, disfruto con la colección de libros de viajes que publicó la Editorial Labor entre los años 50 y 60. Auténticas joyas, encuadernadas en pasta dura y con unas sobrecubiertas llenas de magia… colmadas de láminas y con narraciones de viajes, aventuras y descubrimientos de todo tipo, ya sea en los Polos, el Himalaya, los Andes, desiertos etc. Una maravilla. “Hacia el trono de los dioses” de un tal H. Tichy, joven pedantoide que a lomos de su moto se larga hasta el Monte Kailas en los años 30, es tremendo. Igual de bien están algunas colecciones de la editorial Juventud, más centrada en aventureros, navegantes solitarios, montañeros e intrépidos excursionistas polares. Entre ellos, punto y aparte son las andanzas de Bernard Moitessier, iluminado navegante Francés, hermano espiritual e íntimo amigo del histrión por antonomasia, Klaus Kinski. Bernard, tras dar una vuelta al mundo en solitario, famélico y extenuado, pero enterado por radio del recibimiento que los politiquillos de turno le habían organizado para intentar obtener mediante la foto de turno algún torticero o chabacano rédito de sus admirables andanzas marinas, decidió pasar de largo, dejar a esos chupatintas insoportables con un palmo de narices, y seguir recorriendo mundo…

…Cualquier día de estos hago una selección en sentido amplio de los “libros de viajes” que más me gustaron, desde “Viaje al fin de la noche” de Celine hasta “Una temporada en el infierno” de Rimbaud, desde las crónicas Cunqueiranas de “Viajes imaginarios y reales” hasta los “Cuadros de viaje” de H. Heine…






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