El Tío Sam, denostado por las masas all over the World, cuyas orejas soportan un planetario “Fuck You” cada vez que se le ocurre coger el Air Force One para salir de su rancho, se nos ha metido hasta los tuétanos.
Si tenéis un momento, repasad la egregia lista con que adorné la entrada de 8 de abril de 2009, dedicada al talentoso DFW. Evidentemente, el asunto no queda ahí, pues, pensando un poco, cualquiera podríamos completar a nuestro antojo dicha lista. Sin embargo, descendiendo un escalón más, alejándonos en esa misma medida de superficies y entretenimientos que algunos podrían tachar de residuales e irrelevantes en su desairada y resentida defensa frente al Amigo Americano, nos encontraremos también con el Uncle Sam, compartiendo en este caso panteón (escándalo mayúsculo) con Quijotes, Breoganes, Rocinantes y demás raciocinios patrios, con los que los desafinados bardos de la cultura de pacotilla pretenden definir nuestra “esencia”.
Ayy, nuestra esencia, fruto de esa indescriptible y milagrosa conjunción de diversidades celtíbero-tardoromanas-judeo-mahometanas y demás murga, cantada en varias lenguas por los bardos de turno, normalmente a sueldo de los representantes populares.
Pues bien, nuestra esencia también traiciona la oda cantada por los bardos de la pestilente cultura de pacotilla. Los pobres juglares oficiales se habían convencido de que eso de la chispa de la vida, las mujeres neumáticas, el Rock&Roll y el largo etcétera que todos conocéis, resbalaban sobre nuestra superficie sin contaminar nuestra “esencia”, ese conglomerado “celtíbero-tardoromano-judeo-mahometano” que se mantenía incólume ante tan vulgares y poco recomendables influencias. Pero la realidad no es la que a nuestros bardos gustaría, pobres Ayatolas, pues el Tito Sam ha entrado en nuestras casas hasta la cocina, por mucho que varias entelequias con pretenciosas aspiraciones de ascender a mitologías, cada cual más asombrosa, se empeñen en negarlo.
Fruto de ello, del mimetismo yanki que abrazamos como si a pocos se nos fuera la vida, nos encontramos con determinados elementos que van al ombligo mismo de nuestra personalidad, asuntos de mucho más calado que los gustos de que antes hablábamos. Entre ellos, el que hoy nos ocupa: “la cosificación de la cosa”, o lo que vendría a ser lo mismo: “la objetivación de la culpa” curioso oxímoron fruto del atropellado y vertiginoso discurrir del Tito Sam por nuestras leyes patrias, y por la aplicación que de las mismas realizan los tribunales.
Hace no muchos años a todos se nos quedaban los ojos como platos cuando leíamos en los periódicos (qué inocencia la nuestra) que en tal Estado Americano los tribunales de Justicia habían concedido una indemnización de tropocientos mil millones de dólares a alguna anciana comatosa y taquicárdica que, con la idea de rememorar las inolvidables peripecias que en compañía de su fallecido esposo había vivido en el lecho conyugal, no se le ocurría mejor cosa que comprar “Deeply inside” radical y degradante publicación porno, especializada en una lista inimaginable de filias, a la vista de la cual (buff, qué calor), y tras subirle la tensión a mínimos de 17 y el ritmo cardiaco a 180 pulsaciones/minuto, un trombo cuasi-asesino acabó con nuestra protagonista, la tía Mildred, ladeada del costado izquierdo por el resto de sus días. Evidentemente el jurado lo tuvo claro, y los desalmados editores de la selecta revistita, que ni se habían preocupado por introducir la más mínima advertencia sobre el resultado que la visión de semejantes tropelías sexuales podía conllevar en ancianas derrengadas y comatosas, decíamos que los desalmados editores tuvieron que pagar a la señora por nueva.
Casos como este nos parecían hilarantes excepciones al sentido común, inimaginables por estos lares y sólo propias de Yankilandia. El tiempo, sin embargo, empezó por acostumbrarnos a ellas. Aunque aún seguían siendo cosa de los USA, por habituales, no nos sorprendían tanto. Ahora la realidad es otra. El Tío Sam se ha comido con patatas a Sceavola y a Manresa. Cualquiera que tenga relación con el derecho y su aplicación práctica conoce la vociferante tendencia a la “objetivación de la culpa”, proceso de descarado y descarnado mimetismo Yanki que, traducido a la geometría, se correspondería con la enigmática “cuadratura del círculo”. Que ello sea buena o mala cosa no lo sé, pero que la cosa es así es indiscutible. Nos encontramos con que figuras de la categoría del caso fortuito y la fuerza mayor son especies en vía de extinción, lo mismo que la concepción subjetivista de la culpa, entendida ésta, sobre todo, como un ánimo o intención personal, teorías y figuras todas ellas devoradas por la “cosificación de la cosa” y su siamesa “teoría del resultado”: la búsqueda paranoica e inevitable de un culpable a quien cargarle nuestras desgracias, sí o sí, siempre, sin atenuantes. Cada vez más, la existencia de un resultado lesivo, traducido siempre por los “cosificadores profesionales” en una cantidad de dinero, implica obligatoriamente la responsabilidad de un tercero, persona siempre independiente/ajena al lesionado o perjudicado, y ello con independencia de su verdadero ánimo, y hasta de su relación directa o indirecta con el suceso. Vamos, que uno le vende un cuchillo a un individuo en apariencia normal, personaje este que tras un trivial incidente en el trabajo intenta cortarse las venas y tenemos bastantes papeletas para que nos acaben cargando el marrón.
Este fenómeno, del que hace quince años nos reíamos a mandíbula batiente cuando nos los encontrábamos en la sección de sucesos o curiosidades del periódico (una dancer a la que le tocaron la teta, qué trauma: mil millones. Unos padres a los que su hijo les salió disparado por el portón de la pick up al frenar: dos mil millones. Otro se había enganchado la minga en la puerta del metro…) ahora forma parte de nuestro día a día.
Así las cosas, una columna de megalómanos hasta el acople, centros del universo, campamos a nuestras anchas exigiendo culpables a quienes endilgar nuestras meteóricas estupidez e imbecilidad. Siempre, ajenos a toda culpa. Hasta ahí podíamos llegar, vamos!
Entre el variado surtido de estupideces supinas que proporciona nuestra nueva condición de centros del mundomundial, consumidores sagrados, seres interestelares receptores de derechos y más derechos, pero a los que cualquier tipo de obligación o deber resbala por definición, hay algunas que me escandalizan. No son más graves o impresentables que otras, pero me debieron coger en un día un poco de aquella manera, por lo que me quedé con ellas:
El estrafalario caso de un grupo de amigos (entre los treinta y los cuarenta años) fashion-participativos-antisistema que, de viaje off the road/alternativo por Yemen (hay que ser memo) y al corriente de los peligros que ello implica (secuestro, asesinato y apaleamientos varios), se toparon, ni más ni menos, qué mala suerte la suya, con los peligros que ello implica (secuestro, asesinato y apaleamientos varios). El caso es triste y dramático, pero verlos quejarse (a los supervivientes, claro está) recuperando su verdadera condición de burgueses occidentales, alegando que lo sucedido era inimaginable, y que por ello rodarían cabezas, desde el cónsul hasta el tour-operador (olvidándose sin pudor de su estilo/pose pseudo-chilaba) resultaba bochornoso, odioso, patético, pueril, engreído… todo a la vez.
El estremecedor asunto de la madre, histérica, escandalizada y posesa, cuyo hijo decidió gastarle un bromita a todo el mundo escondiéndose en el bus del colegio en vez de bajar del mismo con sus compañeros e ir a clase. Como el niño durante esas cuatro horas que pasó en el bus debió pasar algo de calor, además de aburrirse lo que no está escrito al comprobar que su gracia pasaba desapercibida, la madre, ante los llantos del resentido y mimado vástago, decidió demandar desde al director del colegio y al sorprendido conductor que no entendía ni pío, hasta al delegado del gobierno… Señora, una bofetada coño!!
Si tenéis un momento, repasad la egregia lista con que adorné la entrada de 8 de abril de 2009, dedicada al talentoso DFW. Evidentemente, el asunto no queda ahí, pues, pensando un poco, cualquiera podríamos completar a nuestro antojo dicha lista. Sin embargo, descendiendo un escalón más, alejándonos en esa misma medida de superficies y entretenimientos que algunos podrían tachar de residuales e irrelevantes en su desairada y resentida defensa frente al Amigo Americano, nos encontraremos también con el Uncle Sam, compartiendo en este caso panteón (escándalo mayúsculo) con Quijotes, Breoganes, Rocinantes y demás raciocinios patrios, con los que los desafinados bardos de la cultura de pacotilla pretenden definir nuestra “esencia”.
Ayy, nuestra esencia, fruto de esa indescriptible y milagrosa conjunción de diversidades celtíbero-tardoromanas-judeo-mahometanas y demás murga, cantada en varias lenguas por los bardos de turno, normalmente a sueldo de los representantes populares.
Pues bien, nuestra esencia también traiciona la oda cantada por los bardos de la pestilente cultura de pacotilla. Los pobres juglares oficiales se habían convencido de que eso de la chispa de la vida, las mujeres neumáticas, el Rock&Roll y el largo etcétera que todos conocéis, resbalaban sobre nuestra superficie sin contaminar nuestra “esencia”, ese conglomerado “celtíbero-tardoromano-judeo-mahometano” que se mantenía incólume ante tan vulgares y poco recomendables influencias. Pero la realidad no es la que a nuestros bardos gustaría, pobres Ayatolas, pues el Tito Sam ha entrado en nuestras casas hasta la cocina, por mucho que varias entelequias con pretenciosas aspiraciones de ascender a mitologías, cada cual más asombrosa, se empeñen en negarlo.
Fruto de ello, del mimetismo yanki que abrazamos como si a pocos se nos fuera la vida, nos encontramos con determinados elementos que van al ombligo mismo de nuestra personalidad, asuntos de mucho más calado que los gustos de que antes hablábamos. Entre ellos, el que hoy nos ocupa: “la cosificación de la cosa”, o lo que vendría a ser lo mismo: “la objetivación de la culpa” curioso oxímoron fruto del atropellado y vertiginoso discurrir del Tito Sam por nuestras leyes patrias, y por la aplicación que de las mismas realizan los tribunales.
Hace no muchos años a todos se nos quedaban los ojos como platos cuando leíamos en los periódicos (qué inocencia la nuestra) que en tal Estado Americano los tribunales de Justicia habían concedido una indemnización de tropocientos mil millones de dólares a alguna anciana comatosa y taquicárdica que, con la idea de rememorar las inolvidables peripecias que en compañía de su fallecido esposo había vivido en el lecho conyugal, no se le ocurría mejor cosa que comprar “Deeply inside” radical y degradante publicación porno, especializada en una lista inimaginable de filias, a la vista de la cual (buff, qué calor), y tras subirle la tensión a mínimos de 17 y el ritmo cardiaco a 180 pulsaciones/minuto, un trombo cuasi-asesino acabó con nuestra protagonista, la tía Mildred, ladeada del costado izquierdo por el resto de sus días. Evidentemente el jurado lo tuvo claro, y los desalmados editores de la selecta revistita, que ni se habían preocupado por introducir la más mínima advertencia sobre el resultado que la visión de semejantes tropelías sexuales podía conllevar en ancianas derrengadas y comatosas, decíamos que los desalmados editores tuvieron que pagar a la señora por nueva.
Casos como este nos parecían hilarantes excepciones al sentido común, inimaginables por estos lares y sólo propias de Yankilandia. El tiempo, sin embargo, empezó por acostumbrarnos a ellas. Aunque aún seguían siendo cosa de los USA, por habituales, no nos sorprendían tanto. Ahora la realidad es otra. El Tío Sam se ha comido con patatas a Sceavola y a Manresa. Cualquiera que tenga relación con el derecho y su aplicación práctica conoce la vociferante tendencia a la “objetivación de la culpa”, proceso de descarado y descarnado mimetismo Yanki que, traducido a la geometría, se correspondería con la enigmática “cuadratura del círculo”. Que ello sea buena o mala cosa no lo sé, pero que la cosa es así es indiscutible. Nos encontramos con que figuras de la categoría del caso fortuito y la fuerza mayor son especies en vía de extinción, lo mismo que la concepción subjetivista de la culpa, entendida ésta, sobre todo, como un ánimo o intención personal, teorías y figuras todas ellas devoradas por la “cosificación de la cosa” y su siamesa “teoría del resultado”: la búsqueda paranoica e inevitable de un culpable a quien cargarle nuestras desgracias, sí o sí, siempre, sin atenuantes. Cada vez más, la existencia de un resultado lesivo, traducido siempre por los “cosificadores profesionales” en una cantidad de dinero, implica obligatoriamente la responsabilidad de un tercero, persona siempre independiente/ajena al lesionado o perjudicado, y ello con independencia de su verdadero ánimo, y hasta de su relación directa o indirecta con el suceso. Vamos, que uno le vende un cuchillo a un individuo en apariencia normal, personaje este que tras un trivial incidente en el trabajo intenta cortarse las venas y tenemos bastantes papeletas para que nos acaben cargando el marrón.
Este fenómeno, del que hace quince años nos reíamos a mandíbula batiente cuando nos los encontrábamos en la sección de sucesos o curiosidades del periódico (una dancer a la que le tocaron la teta, qué trauma: mil millones. Unos padres a los que su hijo les salió disparado por el portón de la pick up al frenar: dos mil millones. Otro se había enganchado la minga en la puerta del metro…) ahora forma parte de nuestro día a día.
Así las cosas, una columna de megalómanos hasta el acople, centros del universo, campamos a nuestras anchas exigiendo culpables a quienes endilgar nuestras meteóricas estupidez e imbecilidad. Siempre, ajenos a toda culpa. Hasta ahí podíamos llegar, vamos!
Entre el variado surtido de estupideces supinas que proporciona nuestra nueva condición de centros del mundomundial, consumidores sagrados, seres interestelares receptores de derechos y más derechos, pero a los que cualquier tipo de obligación o deber resbala por definición, hay algunas que me escandalizan. No son más graves o impresentables que otras, pero me debieron coger en un día un poco de aquella manera, por lo que me quedé con ellas:
El estrafalario caso de un grupo de amigos (entre los treinta y los cuarenta años) fashion-participativos-antisistema que, de viaje off the road/alternativo por Yemen (hay que ser memo) y al corriente de los peligros que ello implica (secuestro, asesinato y apaleamientos varios), se toparon, ni más ni menos, qué mala suerte la suya, con los peligros que ello implica (secuestro, asesinato y apaleamientos varios). El caso es triste y dramático, pero verlos quejarse (a los supervivientes, claro está) recuperando su verdadera condición de burgueses occidentales, alegando que lo sucedido era inimaginable, y que por ello rodarían cabezas, desde el cónsul hasta el tour-operador (olvidándose sin pudor de su estilo/pose pseudo-chilaba) resultaba bochornoso, odioso, patético, pueril, engreído… todo a la vez.
El estremecedor asunto de la madre, histérica, escandalizada y posesa, cuyo hijo decidió gastarle un bromita a todo el mundo escondiéndose en el bus del colegio en vez de bajar del mismo con sus compañeros e ir a clase. Como el niño durante esas cuatro horas que pasó en el bus debió pasar algo de calor, además de aburrirse lo que no está escrito al comprobar que su gracia pasaba desapercibida, la madre, ante los llantos del resentido y mimado vástago, decidió demandar desde al director del colegio y al sorprendido conductor que no entendía ni pío, hasta al delegado del gobierno… Señora, una bofetada coño!!
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