lunes, 10 de noviembre de 2008

Transmutaciones


En la entrega dedicada al inconmensurable Hermann Broch os hablaba de chorradas varias. Con ellas voy a seguir. Os voy a presentar, si me lo permitís, qué serían “Los sonámbulos” de Broch de ser, no novela, sino otra manifestación artística. Extraño cometido, estaréis pensando. Inútil y estúpido añadiría yo. Pero está lloviendo y hace mucho viento, así que aquí me tenéis entretenido con estas cosas… Antes de nada, para revestir de cierto rigor nuestro pobre experimento transmutacional, intentemos definir el objeto de nuestro ensayo, a saber, “Los sonámbulos” de Hermann Broch. Os decía en su día hablando sobre ello: “A lo largo de los sonámbulos abandonamos un mundo y entramos en otro. Es como estar en el lugar adecuado a la hora exacta. Como si las puertas se abrieran para nosotros todas de golpe. En Pasenow comenzamos lastrados por una manera de hacer novela “decimonónica”. Pero la cosa dura poco, vamos abandonando la inicial tranquilidad, y al final del terceto acabamos enredados en la digresión, el lirismo, la entelequia, la inconexión y el vacío vital en Hugenau” Aunque todos estaremos de acuerdo en que lo anterior de definición no tiene ni el nombre, sí que contiene la raíz básica, el meollo del asunto. Nuestra triple novelita nos transporta de un ciclo, corriente, estilo, a otro. Nos anuncia ese cambio. Nos lo hace presumir. Nos encontramos en esos veleidosos y antojadizos territorios, istmos imposibles, en los que se da la espalda a lo consolidado, ya hartos de ello, y se saluda intuitivamente lo que aún no llegó, pero llegará. Ese me parece el mejor momento. Cuando poco después, lo previamente anunciado, intuitivamente, con miedo y con la boca pequeña, se haga realidad, cientos y cientos, y entre ellos una mayoría de mediocres advenedizos, abrazarán y manosearán al nuevo invitado, al recién llegado, sea el “ismo” que sea… Pensemos en la pintura. Aunque no es del todo cierto, exagerando las cosas os diría que los cubistas y su cubismo, así, a lo bestia, me parecen todos lo mismo. Es como una competición de “y yo más”. En eso consisten muchas veces las corrientes y estilos artísticos: los …ismos. Poner el prefijo que queráis. Descubierta una nueva veta, y pensemos en nuestro ejemplo, se entra luego en la torpe y vulgar carrera de tonto el último, y venga todos a dibujar narices en la frente y naturalezas muertas de vedada asimilación. Pero mucho cuidado, nada que ver toda esta broza seguidista sin apenas valor con esos primeros derrapes de cornea que vemos, por ejemplo, en Cezanne. Aaamigo, aquí el drama y la crisis sí que están presentes. Con un pie en la “Ortodoxia”, como diría Maicito, y el otro patinando sin control entre la genialidad y la frivolidad. Esto son palabras mayores. Por no hablar de los continuos deslices de Picasso. O de las borracheras de color de Klee, Kandinsky y otros elegidos, o las iniciales deformaciones de Francis Bacon, absolutamente insuperables, acojonantes. O el desasosegante mundo de Gottfried Helnwein… Elijamos pues, de entre ellos, cualquier cuadro lleno de enjundia: premonitorios, dramáticos, tanto por lo que dejan atrás, ya anticuado y abandonado, como por los desconocidos abismos antes los que se sitúan. Tendremos ahí un ejemplo de lo que el amigo Broch se traía entre manos. Palabras mayores.



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