Viendo de espaldas al totémico personaje que C. D. Friedrich retrató confrontado con la abrupta naturaleza, con la roca, las nubes y, por supuesto, con sus íntimos fantasmas, no hace falta ser muy perspicaz para intuir su angustia. Quién, cómo, cuándo o porqué, bullen en su cabezota mientras contempla el horizonte.
Diríamos que el planteamiento que de estas metacuestiones realice nuestro protagonista, así como los efectos que las mismas generen en el sujeto pensante que las padece, dependerán, entre otros factores, de cierta tendencia personal, indefinible pero incuestionable, que se resume con la trillada metáfora del vaso medio lleno, medio vacío, y con la no menos pisoteada generalización reductora que distingue entre optimistas y pesimistas.
Pero pudiera ser también que dichas generalizaciones reductoras estuvieran equivocadas de raíz (cosa muy probable), pues las mismas estarían obviando a quien nos importa: el hombre retratado por Friedrich y sus necesidades concretas. Así, veríamos con normalidad que, a punto de morir deshidratado con sus siete hijos y su mujer tras perderse todos juntos en el desierto, y avistado el simbólico vaso de agua lleno hasta su mitad, éste les pareciese medio vacío, pues poco iban a arreglar con él. Nada de pesimista veríamos en ello y mucho de sensato, realista y objetivo. Por el contrario, si tras el milagroso avistamiento nos topáramos con la familia al completo gritando: aleluya, estamos salvados, no nos parecerían optimistas sino estúpidos o imbéciles.
Si además supiéramos que el simbólico vaso situado en medio del desierto sólo se llena hasta su mitad un día al mes, permaneciendo vacío los restantes, difícil sería encontrar a alguien con dos dedos de frente que, conociendo este dato y estando medio muerto de sed, estimase que el dichoso vaso está medio lleno.
Siguiendo adelante por este abstracto vericueto optimista – pesimista, o, elevándolo hasta su máxima potencia, órdago a la grande, su correlativo feliz – infeliz, llegaríamos a nuestra meta: felicidad – infelicidad.
Volvamos ahora al inicio, a la indiscutida existencia de “cierta tendencia personal, indefinible pero incuestionable, que se resume con la trillada metáfora del vaso medio lleno, medio vacío, y con la no menos pisoteada generalización reductora que distingue entre optimistas y pesimistas” ¿Es esto cierto? ¿Podemos ser optimistas o pesimistas, como podemos ser hombres o mujeres, etc. o etc.? ¿O por el contrario es una, y no dual, la realidad, nada de ambivalencias, sino algo inexorable, como el nacer, el vivir y el morir, no existiendo tal doble posibilidad de caracteres?
Diríamos que el planteamiento que de estas metacuestiones realice nuestro protagonista, así como los efectos que las mismas generen en el sujeto pensante que las padece, dependerán, entre otros factores, de cierta tendencia personal, indefinible pero incuestionable, que se resume con la trillada metáfora del vaso medio lleno, medio vacío, y con la no menos pisoteada generalización reductora que distingue entre optimistas y pesimistas.
Pero pudiera ser también que dichas generalizaciones reductoras estuvieran equivocadas de raíz (cosa muy probable), pues las mismas estarían obviando a quien nos importa: el hombre retratado por Friedrich y sus necesidades concretas. Así, veríamos con normalidad que, a punto de morir deshidratado con sus siete hijos y su mujer tras perderse todos juntos en el desierto, y avistado el simbólico vaso de agua lleno hasta su mitad, éste les pareciese medio vacío, pues poco iban a arreglar con él. Nada de pesimista veríamos en ello y mucho de sensato, realista y objetivo. Por el contrario, si tras el milagroso avistamiento nos topáramos con la familia al completo gritando: aleluya, estamos salvados, no nos parecerían optimistas sino estúpidos o imbéciles.
Si además supiéramos que el simbólico vaso situado en medio del desierto sólo se llena hasta su mitad un día al mes, permaneciendo vacío los restantes, difícil sería encontrar a alguien con dos dedos de frente que, conociendo este dato y estando medio muerto de sed, estimase que el dichoso vaso está medio lleno.
Siguiendo adelante por este abstracto vericueto optimista – pesimista, o, elevándolo hasta su máxima potencia, órdago a la grande, su correlativo feliz – infeliz, llegaríamos a nuestra meta: felicidad – infelicidad.
Volvamos ahora al inicio, a la indiscutida existencia de “cierta tendencia personal, indefinible pero incuestionable, que se resume con la trillada metáfora del vaso medio lleno, medio vacío, y con la no menos pisoteada generalización reductora que distingue entre optimistas y pesimistas” ¿Es esto cierto? ¿Podemos ser optimistas o pesimistas, como podemos ser hombres o mujeres, etc. o etc.? ¿O por el contrario es una, y no dual, la realidad, nada de ambivalencias, sino algo inexorable, como el nacer, el vivir y el morir, no existiendo tal doble posibilidad de caracteres?
Dejemos de lado radicalismos y simplismos como los anteriores e intentemos tirar por el camino del medio. Fijémonos un momento en el interesante caso de otra dualidad: frío – calor. Aunque podría parecerlo, no lo es tal. La una se define en base a la otra. Nadie discute que el frío es la ausencia de calor, como nadie defiende que el calor sea la ausencia de frío. Y también está claro que llegados a dicha total ausencia de calor, la temperatura no descenderá ni medio grado centígrado más, permaneciendo estable. El calor, sin embargo, podrá crecer ilimitadamente. Juntemos energía y lo comprobaremos.
Nos aproximamos a la hecatombe sobre la que discernía el angustiado personaje de Friedrich. El pobre no ve ni los verdes valles que se desparramaban a sus pies, ni los escarpados aguijones graníticos que lo envuelven. ¿Es la felicidad la ausencia de infelicidad, siendo esta segunda la nota definitoria, al igual que ocurre en el caso del frío y calor? ¿O es al revés? ¿Pueden la felicidad y el júbilo crecer ilimitadamente, o son más bien el dolor y la infelicidad los que lo pueden hacer?...
Los hay que no tienen ninguna duda de que, fruto de su evolución, nuestro cerebro, para evitar que tropecemos dos veces en la misma piedra, se deleita embadurnándose día tras día con desgracias, frustraciones y demás batacazos anímicos, mientras que a sensaciones placenteras dedica escaso tiempo. Pretende tenernos alerta, que no olvidemos tales sinsabores para que nos podamos proteger de los mismos. Para que con ellos no volvamos a tropezar. Hay que joderse con nuestras meninges.
También hay quien afirma que mientras dichos sinsabores se anclan en nosotros, nos atraviesan de lado a lado como niveladoras Caterpillar, nuestras alegrías no dejan tal poso, sino que se nos escapan raudas por mucho que intentemos aprehenderlas.
Qué angustia…
Nos aproximamos a la hecatombe sobre la que discernía el angustiado personaje de Friedrich. El pobre no ve ni los verdes valles que se desparramaban a sus pies, ni los escarpados aguijones graníticos que lo envuelven. ¿Es la felicidad la ausencia de infelicidad, siendo esta segunda la nota definitoria, al igual que ocurre en el caso del frío y calor? ¿O es al revés? ¿Pueden la felicidad y el júbilo crecer ilimitadamente, o son más bien el dolor y la infelicidad los que lo pueden hacer?...
Los hay que no tienen ninguna duda de que, fruto de su evolución, nuestro cerebro, para evitar que tropecemos dos veces en la misma piedra, se deleita embadurnándose día tras día con desgracias, frustraciones y demás batacazos anímicos, mientras que a sensaciones placenteras dedica escaso tiempo. Pretende tenernos alerta, que no olvidemos tales sinsabores para que nos podamos proteger de los mismos. Para que con ellos no volvamos a tropezar. Hay que joderse con nuestras meninges.
También hay quien afirma que mientras dichos sinsabores se anclan en nosotros, nos atraviesan de lado a lado como niveladoras Caterpillar, nuestras alegrías no dejan tal poso, sino que se nos escapan raudas por mucho que intentemos aprehenderlas.
Qué angustia…
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