Situémonos. Septiembre de 2002. Suplemento “Semanal El País”. Supongo que como tantos otros, me quedé de piedra leyendo las luminarias que a continuación reproduciré. El susto que me llevé se debía, no a lo dicho, que también, sino a quien lo dijo, a saber, un psiquiatra, para mí por aquel entonces desconocido: Carlos Castilla del Pino, "el psiquiatra rojo". Vaya gachó.
“(La muerte de mis hijos) No ha sido el máximo dolor de mi vida. A mí me ha afectado más, mucho más en mi vida, el no haber obtenido la cátedra de psiquiatría en 1960 que la circunstancia de la muerte del hijo. Son dos cosas totalmente distintas, desde luego. La pérdida de la docencia significó primero una frustración, y al mismo tiempo un ostracismo: dejé de ir a congresos de psiquiatría internacionales porque me encontraba con antiguos colegas (que temían saludarme por si les veía el mandamás de entonces) y era tan desagradable verles que dejé de ir durante bastantes años. Me afectó mucho. Mientras que cuando mi hija se quitó la vida..., yo inmediatamente me dije que esto no debía vencerme. Me blindé…
A mí me han gustado los niños mientras descubren el mundo con la magia del andar, del tocar, y del hablar, pero ya después, a partir de los seis, siete años, ya no me han interesado. Soy muy susceptible ante lo que significa la perturbación del reposo del guerrero, y, desde luego, los hijos son un incordio. Lo tremendo del caso es que tanto mi mujer como yo nos casamos con la idea de no tener hijos, porque pensábamos en la carrera intelectual y ella en sus lecturas... Pero las cosas vinieron así. Vaya, que gracias al amor quedó embarazada. En aquella época no era tan fácil, ni siquiera para mí, ir a una farmacia y pedir preservativos…
Cuando los hijos ya son mayores, muchas veces se tornan conflictivos. Yo lo estoy viendo en la consulta cada día. Vienen padres machacados por los hijos, muy frecuentemente con problemas de drogas. Hay padres que me dicen: “Si se muriese, descansaría”. Yo lo vi clarísimo. Me dije que a mí no me destruirían ni mis hijos.”
Como os podéis imaginar, ante semejantes comentarios resulta inevitable querer saber algo más del interfecto. Para unos, eminencia, y para otros, algo menos, lo que es indudable es que Carlos Castilla (recientemente fallecido) era alguien. Alumno aventajado de López Ibor y luego su rival, escandalizado ante la injusticia que veía a su alrededor, tomó partido claramente por los necesitados y los perdedores tras la guerra civil. Cosa nada común por aquel entonces, y casi imposible de comprender en quien había presenciado el fusilamiento, así, de buenas a primeras y por la cara, de sus tres tíos (uno de ellos tutor de Castilla del Pino por haber quedado éste huérfano) y un primo a manos de los republicanos en su San Roque natal. En el capítulo que le brindan a Castilla del Pino en la serie de La Dos “Esta es mi tierra” la parte que le dedican a estos acontecimientos deja a uno helado. En el programa se cuenta cómo, tras llevarse algunos exaltados a sus tíos y primos, quienes con el resto de la familia estaban refugiados en la casa familiar, salió corriendo al rato un joven Carlos Castilla en su búsqueda. En el documental, acompañamos a Castilla del Pino por el mismo recorrido que realizó en el año 1936 tras escabullirse de la vigilancia de su madre. A escasos metros de la casa, a lo largo de una céntrica calle de San Roque, se va encontrando, de uno en uno, los cuatro cadáveres. Al último de ellos, un tío, se lo encuentra en un zaguán, aún vivo por unos minutos, con 21 disparos en el cuerpo.
Con estos antecedentes, hace unos días me abalancé sobre “Pretérito imperfecto” el primer tomo de sus memorias. Ahora estoy con el segundo “Casa del olivo”, sin duda de menos nivel.
Pero a lo que vamos. Siendo Venturín un pobre chaval de ocho años, recién llegado a Lima, y antes de que me matricularan en mi nuevo Colegio, fui requerido para presentarme en un despacho, que recuerdo perfectamente, para hablar con una persona. Esta persona, una mujer, empezó a sacarme dibujos de aquí y allá, y venga a preguntarme que qué veía, qué me recordaban, etc. Provisto al poco rato de papel y lápiz me pidieron que dibujase esto y aquello. Entre otras cosas, una casa, cómo a mi me gustase. Por aquellas épocas yo me solía dibujar dentro de un volcán, vacío por dentro (el volcán, claro está; sueño inconcluso de Chillida), con enormes estructuras de almacenaje llenas de armamento. De él hasta podían salir aviones de guerra.
Hace algunos años, hablando con Pe, me enteré de que, entre alguna rama de la psicología, esto de hacer dibujar a los niños sus casas ideales no es tema baladí. Me escandalicé recordando el episodio en el colegio en Lima. Así que me estaban analizando. Con esto de la casa imaginaria, hay quien dibuja unas preciosas mansiones con las ventanas y puertas abiertas, sin un muro de cierre en el jardín y todo ello bajo un sol brillante (qué encanto, dirán). Otros dibujan unas lúgubres estructuras que más bien recuerdan un bunker (que lo encierren, pensarán). Otros dibujábamos volcanes vacíos por dentro y llenos de armamento (que lo sometan a procesos de eugenesia, que lo castren, es un virus). Como resulta evidente, los petardos especialistas en salud mental relacionarán estas casas ideales con la tendencia a la extra/introversión del pobre niño-cobaya, y no sé cuántas potenciales desviaciones de la personalidad.
¿Y qué dibujó nuestro amigo Carlos Castilla? Impresionante, la suya es de traca. Me encanta, espectacular. Su casa ideal: bunker de hormigón bajo tierra, llenas de libros las paredes y sin ninguna comodidad salvo camastro, mesa y flexo. Por si fuera poco, Castilla nos explica que la escotilla con la que se comunicaba con el exterior (que tan sólo utilizaba para que le dejaran la comida) estaba blindada, y que la escalera interior podía ser retirada desde abajo. Qué tío.
“(La muerte de mis hijos) No ha sido el máximo dolor de mi vida. A mí me ha afectado más, mucho más en mi vida, el no haber obtenido la cátedra de psiquiatría en 1960 que la circunstancia de la muerte del hijo. Son dos cosas totalmente distintas, desde luego. La pérdida de la docencia significó primero una frustración, y al mismo tiempo un ostracismo: dejé de ir a congresos de psiquiatría internacionales porque me encontraba con antiguos colegas (que temían saludarme por si les veía el mandamás de entonces) y era tan desagradable verles que dejé de ir durante bastantes años. Me afectó mucho. Mientras que cuando mi hija se quitó la vida..., yo inmediatamente me dije que esto no debía vencerme. Me blindé…
A mí me han gustado los niños mientras descubren el mundo con la magia del andar, del tocar, y del hablar, pero ya después, a partir de los seis, siete años, ya no me han interesado. Soy muy susceptible ante lo que significa la perturbación del reposo del guerrero, y, desde luego, los hijos son un incordio. Lo tremendo del caso es que tanto mi mujer como yo nos casamos con la idea de no tener hijos, porque pensábamos en la carrera intelectual y ella en sus lecturas... Pero las cosas vinieron así. Vaya, que gracias al amor quedó embarazada. En aquella época no era tan fácil, ni siquiera para mí, ir a una farmacia y pedir preservativos…
Cuando los hijos ya son mayores, muchas veces se tornan conflictivos. Yo lo estoy viendo en la consulta cada día. Vienen padres machacados por los hijos, muy frecuentemente con problemas de drogas. Hay padres que me dicen: “Si se muriese, descansaría”. Yo lo vi clarísimo. Me dije que a mí no me destruirían ni mis hijos.”
Como os podéis imaginar, ante semejantes comentarios resulta inevitable querer saber algo más del interfecto. Para unos, eminencia, y para otros, algo menos, lo que es indudable es que Carlos Castilla (recientemente fallecido) era alguien. Alumno aventajado de López Ibor y luego su rival, escandalizado ante la injusticia que veía a su alrededor, tomó partido claramente por los necesitados y los perdedores tras la guerra civil. Cosa nada común por aquel entonces, y casi imposible de comprender en quien había presenciado el fusilamiento, así, de buenas a primeras y por la cara, de sus tres tíos (uno de ellos tutor de Castilla del Pino por haber quedado éste huérfano) y un primo a manos de los republicanos en su San Roque natal. En el capítulo que le brindan a Castilla del Pino en la serie de La Dos “Esta es mi tierra” la parte que le dedican a estos acontecimientos deja a uno helado. En el programa se cuenta cómo, tras llevarse algunos exaltados a sus tíos y primos, quienes con el resto de la familia estaban refugiados en la casa familiar, salió corriendo al rato un joven Carlos Castilla en su búsqueda. En el documental, acompañamos a Castilla del Pino por el mismo recorrido que realizó en el año 1936 tras escabullirse de la vigilancia de su madre. A escasos metros de la casa, a lo largo de una céntrica calle de San Roque, se va encontrando, de uno en uno, los cuatro cadáveres. Al último de ellos, un tío, se lo encuentra en un zaguán, aún vivo por unos minutos, con 21 disparos en el cuerpo.
Con estos antecedentes, hace unos días me abalancé sobre “Pretérito imperfecto” el primer tomo de sus memorias. Ahora estoy con el segundo “Casa del olivo”, sin duda de menos nivel.
Pero a lo que vamos. Siendo Venturín un pobre chaval de ocho años, recién llegado a Lima, y antes de que me matricularan en mi nuevo Colegio, fui requerido para presentarme en un despacho, que recuerdo perfectamente, para hablar con una persona. Esta persona, una mujer, empezó a sacarme dibujos de aquí y allá, y venga a preguntarme que qué veía, qué me recordaban, etc. Provisto al poco rato de papel y lápiz me pidieron que dibujase esto y aquello. Entre otras cosas, una casa, cómo a mi me gustase. Por aquellas épocas yo me solía dibujar dentro de un volcán, vacío por dentro (el volcán, claro está; sueño inconcluso de Chillida), con enormes estructuras de almacenaje llenas de armamento. De él hasta podían salir aviones de guerra.
Hace algunos años, hablando con Pe, me enteré de que, entre alguna rama de la psicología, esto de hacer dibujar a los niños sus casas ideales no es tema baladí. Me escandalicé recordando el episodio en el colegio en Lima. Así que me estaban analizando. Con esto de la casa imaginaria, hay quien dibuja unas preciosas mansiones con las ventanas y puertas abiertas, sin un muro de cierre en el jardín y todo ello bajo un sol brillante (qué encanto, dirán). Otros dibujan unas lúgubres estructuras que más bien recuerdan un bunker (que lo encierren, pensarán). Otros dibujábamos volcanes vacíos por dentro y llenos de armamento (que lo sometan a procesos de eugenesia, que lo castren, es un virus). Como resulta evidente, los petardos especialistas en salud mental relacionarán estas casas ideales con la tendencia a la extra/introversión del pobre niño-cobaya, y no sé cuántas potenciales desviaciones de la personalidad.
¿Y qué dibujó nuestro amigo Carlos Castilla? Impresionante, la suya es de traca. Me encanta, espectacular. Su casa ideal: bunker de hormigón bajo tierra, llenas de libros las paredes y sin ninguna comodidad salvo camastro, mesa y flexo. Por si fuera poco, Castilla nos explica que la escotilla con la que se comunicaba con el exterior (que tan sólo utilizaba para que le dejaran la comida) estaba blindada, y que la escalera interior podía ser retirada desde abajo. Qué tío.
3 comentarios:
jajaja, aqui hay alguna conexión telepática o algo, porque el fin de semana me encontré un documento un tanto escalofriante que dibujaste hace unos años......... jajajaja mejor no lo analizamos!!!
Hazme llegar ese documento por otros cauces... Me imagino una casa llena de cañones y artillería pesada en la huerta. Y eso que no me considero excesivamente antisocial, sólo un poco. Por cierto, no me dirás que el zulo de Castilla del Pino no mola, eh?
Jajajaja el zulo es buenísimo!! lo tuyo tampoco estaba nada mal!!, creo seguir teniéndolo en algún sitio (la limpieza a veces hace estragos...), lo buscaré y te lo escaneo...! gran documento ese, que en unas buenas manos psicoanalizadoras puede ser la bomba!!!!
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