
María Zambrano tiene, por derecho propio, cabida entre semejantes outsiders. Junto a Broch, Beckett, junto a algún buen estornudo Pasoliniano, y junto a otros, escasos, inexplicados elegidos. Salvando las distancias, algo en ella la emparienta con aquellos absolutos genios sin igual: Hölderlin, Trakl y Celan, el gran triunvirato de la abstracción literaria. Palabras mayores, señores. Tenía María voz propia, lírica y poesía para dar y tomar. Intuiciones y ensimismamientos alumbradores donde una mayoría sólo ven nada. Distinta y cadenciosa.
Pero hay un pequeño problema con nuestra María. Cantos simplificadores, exagerados y, según mi modesta opinión, equivocados de raíz, nos la presentan como la gran pensadora española del S. XX (que lo será, no lo sé) y, ojo al comentario, la superadora del inigualable Ortega. Y esto sí que no. Como escritora su valía es incontestable. Pero cuidadito. Es que no se le entiende cuando argumenta, si es que lo hace, que tampoco lo sé. Deslumbra con su prosa poetizante, lírica, onírica y confusa. Pero es que, en cuanto a las ideas, no se le comprende ni la primera. Argumenta de manera barroca, casi soñadora y alucinada, poco seria, aunque, sin duda, atractiva. Pero, por favor, no nos pasemos.

Aquí donde me veis, hace ya algunos años me leí “España: sueño y verdad”. Hace poco, “Los sueños y el Tiempo” y “El hombre y lo divino” Todos excelentes, pero según lo que busque el lector. Los títulos dan buena pista de por dónde van los tiros. Cuidado con ellos, os pueden volar la cabeza o dormiros irremisiblemente…
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